A: lord Alfred Douglas
[Enero-marzo de 1897] H. M. Przson, Reading
Querido Bosie: Después de larga e infructuosa
espera, he decidido escribirte
yo, tanto por ti como por mí, pues no me
gustaría pensar que he
pasado dos largos años de prisión sin recibir
de ti ni una sola línea, ni
aun noticia ni mensaje que no me dieran
dolor.
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia
pública para mí, pero el recuerdo de nuestro
antiguo afecto me
acompaña a menudo, y la idea de que el
aborrecimiento, la amargura y el
desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi
corazón que en otro
tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y
tú mismo sentirás, creo,
en tu corazón que escribirme cuando me
consumo en la soledad de la vida
de presidio es mejor que publicar mis cartas
sin mi permiso o dedicarme
poemas sin consultar, aunque el mundo no haya
de saber nada de
las palabras de dolor o de pasión, de
remordimiento o indiferencia, que
quieras enviarme en respuesta o apelación.
No me cabe duda de que en esta carta en la
que tengo que escribir de
tu vida y la mía, del pasado y el futuro, de
cosas dulces que se tornaron
amargura y cosas amargas que pueden trocarse
en alegría, ha de haber
mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así
fuera, vuelve a leerla una y
otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo
encuentras en ella de lo que
te parezca ser acusado injustamente, recuerda
que hay que agradecer
que existan faltas de las que se nos pueda
acusar injustamente. Si hubiera
en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a
tus ojos, llora como lloramos
en la cárcel, donde el día no menos que la
noche está hecho para
llorar. Eso es lo único que puede salvarte.
Si vas con lamentaciones a tu
madre, como hiciste a propósito del desprecio
de ti que manifesté en mi
carta a Robbie, estarás totalmente perdido.
Si encuentras una sola excusa
falsa para ti, enseguida encontrarás un
ciento, y serás exactamente lo
mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo,
como le dijiste a Robbie en tu
contestación, que yo «te atribuyo motivos indignos»? ¡Si tú no tenías motivos
en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo
es un propósito
intelectual. ¿Que eras «muy joven» cuando
empezó nuestra amistad? Tu
defecto no era que supieras muy poco de la
vida, sino que sabías mucho.
El alba de la juventud, con su flor delicada,
su luz clara y pura, su alegría
inocente y expectante, tú la habías dejado
muy atrás. Con pies muy
raudos y corredores habías pasado del Romance
al Realismo. La cloaca y
las cosas que en ella viven habían empezado a
fascinarte. Ése fue el origen
del problema en el que buscaste mi ayuda, y
yo, nada sabio según la
sabiduría de este mundo, por compasión y
simpatía te la di. Tienes que
leer esta carta de principio a fin, aunque
cada palabra sea para ti el fuego
o el escalpelo del cirujano, que hace arder o
sangrar la carne delicada.
Recuerda que el necio a los ojos de los
dioses y el necio a los ojos del
hombre son muy distintos. Siendo enteramente
ignorante de los modos
del Arte en su revolución o los estados del
pensamiento en su progreso,
de la pompa del verso latino o la música más
rica de las vocales griegas,
de la escultura toscana o el canto isabelino,
se puede estar lleno de la
más dulce sabiduría. El verdadero necio, ése
del que los dioses se ríen o
al que arruinan, es el que no se conoce a sí
mismo. Yo fui de ésos demasiado
tiempo. Tú has sido de ésos demasiado tiempo.
No lo seas más. No
tengas miedo. El vicio supremo es la
superficialidad. Todo lo que se comprende
está bien. Recuerda asimismo que lo que para
ti sea penoso leer,
aún más penoso es para mí escribirlo. Contigo
los Poderes Invisibles han
sido muy buenos. Te han permitido ver las
formas extrañas y trágicas de
la Vida como se ven las sombras en un
cristal. La cabeza de Medusa, que
petrifica a los hombres, a ti se te ha dado
mirarla en espejo solamente.
Tú has caminado libre entre las flores. A mí
me han arrebatado el mundo
hermoso del color y el movimiento.
Voy a empezar diciéndote que me culpo
terriblemente. Aquí sentado en
esta celda oscura, vestido de presidiario,
infamado y hundido, me culpo.
En las noches de angustia perturbadas y
febriles, en los días de dolor
largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me
culpo por dejar que una
amistad no intelectual, una amistad cuyo
objetivo primario no era la
creación y contemplación de cosas bellas,
dominara enteramente mi vida.
Desde el primer momento hubo demasiada
distancia entre nosotros.
Tú habías estado ocioso en el colegio, peor
que ocioso en la universidad.
No te dabas cuenta de que un artista, y sobre
todo un artista como soy
yo, es decir, aquel en el que la calidad de
la obra depende de la intensificación
de la personalidad, requiere para el
desarrollo de su arte la compañía
de ideas, y una atmósfera intelectual,
sosiego, paz y soledad. Tú
admirabas mi obra cuando la veías acabada;
gozabas con los éxitos brillantes
de mi estreno, y los banquetes brillantes que
los seguían; te enorgullecías,
y era muy natural, de ser el amigo íntimo de
un artista tan
distinguido; pero no podías entender las
condiciones que exige la producción
de la obra artística. No hablo en frases de
exageración retórica,
sino en términos de fidelidad absoluta al
hecho material, si te recuerdo
que durante todo el tiempo que estuvimos
juntos no escribí nunca ni una
sola línea. Fuera en Torquay, Coring,
Londres, Florencia o en otros lugares,
mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue
totalmente estéril y nada
creadora. Y con escasos intervalos estuviste,
lamento decirlo, siempre
a mi lado.
Recuerdo, por ejemplo, que en el mes de
septiembre del 93, por escoger
un solo ejemplo entre muchos, tomé unas
habitaciones, únicamente para
trabajar sin que nadie me molestara, porque
había roto lo acordado con
John Hare, para quien había prometido
escribir una obra, y que me estaba
apremiando. Durante la primera semana te
mantuviste lejos. Habíamos
disentido, y a decir verdad lógicamente,
sobre la cuestión del valor
artístico de tu traducción de Salomé, así que
te contentaste con mandarme
cartas necias sobre ese tema. En esa semana
escribí y terminé
hasta el último detalle, tal y como después
se representaría, el primer
acto de Un marido ideal. En la segunda semana
volviste, y prácticamente
tuve que abandonar el trabajo. Yo llegaba
cada mañana a St James's
Place a las once y media, para poder pensar y
escribir sin las interrupciones
inevitables en mi propia casa, aun siendo esa
casa tranquila y pacífica.
Pero era vano intento. A las doce llegabas en
coche, y te ponías a
fumar y charlar hasta la una y media, en que
había que llevarte a almorzar
al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con
sus copas, solía durar
hasta las tres y media. Durante una hora te
retirabas a White's. A la hora
del té volvías a aparecer, y te quedabas
hasta la hora de vestirse para
la comida. Comías conmigo en el Savoy o en
Tite Street. Por regla general
no nos separábamos hasta después de
medianoche, porque había que
rematar el día memorable con una cena en
Willis's. Esa fue mi vida durante
aquellos tres meses, día tras día, salvo en
los cuatro días en que
estuviste fuera del país. Entonces, por
supuesto, tuve que ir a Calais a
recogerte. Para una persona de mi naturaleza
y temperamento, era una
posición a la vez grotesca y trágica.
Ahora te darás cuenta, ¿no? Ahora tienes que
ver que tu incapacidad
de estar solo; tu naturaleza inexorable en su
continua exigencia de la
atención y el tiempo de los demás; tu
carencia de la menor aptitud para
la concentración intelectual sostenida; el
desdichado accidente -porque
quiero pensar que fue sólo eso-- de que no
pudieras adquirir el «talante
de Oxford» en materia intelectual, quiero
decir no haber llegado nunca al
juego airoso con las ideas, sino sólo a la
violencia de la opinión; te darás
cuenta de que todas esas cosas, combinadas
con el hecho de tener
puestos tus deseos e intereses en la Vida y
no en el Arte, eran tan destructivas
para tu propio avance en la cultura como lo
eran para mi trabajo
de artista. Cuando comparo mi amistad contigo
con la de hombres
todavía más jóvenes, como John Gray y Pierre
Lout's, me da vergüenza.
Mi vida real, mi vida superior estaba con
ellos y con personas como ellos.
De los resultados atroces de mi amistad
contigo no hablo por ahora.
Estoy pensando únicamente en su calidad
mientras duró. Fue intelectualmente
degradante para mí. Tú tenías los rudimentos
de un temperamento
artístico en germen. Pero yo te conocí
demasiado tarde o demasiado
pronto, no lo sé. Cuando estabas lejos yo
estaba bien. En el momento,
a primeros de diciembre del año al que me he
referido, en que
conseguí convencer a tu madre de que te
sacara de Inglaterra, volví a recoger
la trama rota y enredada de mi imaginación,
retomé mi vida en mis
manos, y no sólo acabé los tres actos que
faltaban de Un marido ideal,
sino que concebí y había casi completado
otras dos piezas de índole totalmente
distinta, la Tragedia florentina y La Sainte Courtisane, cuando
de pronto, sin ser llamado, sin ser
bienvenido, y en circunstancias fatídicas
para mi felicidad, volviste. Las dos obras
que entonces quedaron imperfectas
no las pude retomar. El estado de ánimo que
las había creado
no lo pude recuperar nunca. Ahora que tú
mismo has publicado un volumen
de poesía, podrás reconocer la verdad de todo
lo que aquí he dicho.
Puedas o no, sigue siendo una verdad horrible
en el corazón mismo
de nuestra amistad. Mientras estuviste
conmigo fuiste la ruina absoluta
de mi Arte, y al permitir que constantemente
te interpusieras entre el
Arte y yo me cubrí de vergüenza y de culpa en
el más alto grado. Tú no lo
sabías ver, no lo sabías entender, no lo
sabías apreciar. Yo no tenía ningún
derecho a esperarlo de ti. Tus intereses
empezaban y acababan en
tus comidas y tus caprichos. Tus deseos eran
sencillamente diversiones,
de placeres ordinarios o no tan ordinarios.
Eran lo que tu temperamento
necesitaba, o creía necesitar en aquel
momento. Debería haberte prohibido
la entrada en mi casa y en mis habitaciones
salvo por invitación. Me
culpo sin paliativos por mi debilidad. Era
pura debilidad. Media hora con
el Arte siempre fue más para mí que un ciclo
contigo. Realmente nada,
en ningún período de mi vida, tuvo nunca la
menor importancia para mí
en comparación con el Arte. Pero en un
artista la debilidad es un crimen,
cuando es una debilidad que paraliza la
imaginación.
Me culpo también por haber dejado que me
llevases a una ruina financiera
absoluta y deshonrosa. Me acuerdo de una
mañana a comienzos de
octubre del 92; estaba yo sentado en el
bosque ya amarilleante de
Bracknell con tu madre. En aquel tiempo yo
sabía muy poco de tu verdadera
naturaleza. Había estado de sábado a lunes
contigo en Oxford. Tú
habías estado diez días conmigo en Cromer,
jugando al golf. La conversación
recayó sobre ti, y tu madre empezó a hablarme
de tu carácter. Me
habló de tus dos defectos principales, tu
vanidad y, según sus palabras,
tu «absoluta inconsciencia en materia de
dinero». Recuerdo
muy bien cómo
me reí. No tenía ni idea de que lo primero me
llevaría a la cárcel y lo
segundo a la quiebra. Pensé que la vanidad
era una especie de flor airosa
en un hombre joven; en cuanto a la
prodigalidad -porque pensé que no
se refería más que a la prodigalidad-, las
virtudes de la prudencia y el
ahorro no estaban ni en mi naturaleza ni en
mi estirpe. Pero antes de
que nuestra amistad cumpliera un mes más
empecé a ver lo que realmente
quería decir tu madre. Tu insistencia en una
vida de abundancia
desenfrenada; tus incesantes peticiones de
dinero; tu pretensión de que
todos tus placeres los pagara yo, estuviera o
no contigo, me pusieron al
cabo de un tiempo en serios aprietos
pecuniarios, y lo que para mí, al
menos, hacía aquellos derroches tan monótonos
y faltos de interés, conforme
tu persistente ocupación de mi vida se hacía
cada vez más fuerte,
era que el dinero realmente se gastara poco
más que en los placeres de
comer, beber y ese tipo de cosas. De vez en
cuando es un gozo tener la
mesa roja de vino y rosas, pero tú ibas más
allá de todo gusto y mesura.
Tú exigías sin elegancia y recibías sin
gratitud. Diste en pensar que tenías
una especie de derecho a vivir a mi costa y
con un lujo profuso al
que nunca habías estado acostumbrado, y que
por eso mismo aguzaba
tanto más tus apetitos, y al final si perdías
dinero jugando en un casino
de Argel te bastaba con telegrafiarme a la
mañana siguiente a Londres
para que abonase tus pérdidas en tu cuenta
del banco, y no volvías a
pensar más en el asunto.
Si te digo que entre el otoño de 1892 y la
fecha de mi encarcelamiento
me gasté contigo y en ti más de 5.000 libras
en dinero contante y sonante,
letras aparte, te harás una idea de la clase
de vida que exigías.
¿Te parece que exagero? Mis gastos ordinarios
contigo para un día cualquiera
en Londres -en almuerzo, comida, cena,
diversiones, coches y demás-
sumaban entre 12 y 20 libras, y el gasto
semanal, lógicamente proporcionado,
oscilaba entre las 80 y las 130 libras.
Nuestros tres meses
en Goring me costaron (contando, por
supuesto, el alquiler) 1.340 libras.
He tenido que recorrer paso a paso cada
apunte de mi vida con el Receptor
de Quiebras. Fue horrible. «La vida llana y alto el pensamiento»
era, por supuesto, un ideal que en aquella
época no podías apreciar, pero
ese despilfarro fue una vergüenza para los
dos. Una de las comidas más
deliciosas que recuerdo la hicimos Robbie y
yo en un cafetillo del Soho, y
vino a costar en chelines lo que costaban en
libras las comidas que yo te
daba. De aquella comida con Robbie salió el
primero y mejor de todos
mis diálogos. Idea, título, tratamiento,
tono, todo salió con un cubierto
de tres francos y medio. De las comidas
desenfrenadas contigo no queda
más que el recuerdo de haber comido demasiado
y bebido demasiado. Y
el ceder yo a tus demandas era malo para ti.
Eso lo sabes ahora. Te hacía
a menudo codicioso; a veces no poco
desaprensivo; insolente siempre.
En demasiadas ocasiones había muy poca
alegría, muy poco privilegio en
invitarte. Olvidabas, no diré la cortesía
formal de dar las gracias, porque
las cortesías formales no van bien con una
amistad estrecha, sino simplemente
la elegancia de la compañía cordial, el
encanto de la conversación
agradable, el rEpirvóvxaxóP, que decían los
griegos, y todas esas delicadezas
amables que embellecen la vida, y que son un
acompañamiento
de la vida como podría ser la música,
armonización de las cosas y melodía
en los intervalos desabridos o silenciosos. Y
aunque pueda parecerte
extraño que una persona en la terrible
situación en que yo estoy encuentre
diferencia entre una infamia y otra, aun así
reconozco francamente
que la locura de tirar todo ese dinero por
ti, y dejarte dilapidar mi
fortuna con daño tuyo no menos que mío, para
mí y a mis ojos pone en
mi Quiebra una nota de disipación vulgar que
me hace avergonzarme de
ella doblemente. Yo estaba hecho para otras
cosas.
Pero más que nada me culpo de la total
degradación ética en que permití
que me sumieras. La base del carácter es la
fuerza de voluntad, y la
mía se plegó absolutamente a la tuya. Suena
grotesco, pero no por ello es
menos cierto. Aquellas escenas incesantes que
parecían ser casi físicamente
necesarias para ti, y en las que tu mente y
tu cuerpo se deformaban
y te convertías en algo tan terrible de mirar
como de escuchar; esa
manía espantosa que has heredado de tu padre,
la manía de escribir
cartas repugnantes y odiosas; esa absoluta
falta de control sobre tus
emociones que se manifestaba lo mismo en tus
largos y rencorosos estados
de silencio reconcentrado como en los accesos
súbitos de ira casi
epiléptica; todas esas cosas, en alusión a
las cuales una de las cartas
que te escribí, dejada por ti en el Savoy o
en otro hotel y por lo tanto presentada
ante el Tribunal por el abogado de tu padre,
contenía un ruego
no exento de patetismo, si en aquel tiempo
hubieras sido capaz de ver el
patetismo en sus elementos o en su expresión,
esas cosas, digo, fueron el
origen y las causas de mi fatídica rendición
a tus demandas cada día
mayores. Me agotabas. Era el triunfo de la
naturaleza pequeña sobre la
grande. Era esa tiranía de los débiles sobre
los fuertes que en no sé dónde
de una de mis obras describo como «la única
tiranía que dura».
Y era inevitable. En toda relación de la vida
con otros tiene uno que encontrar
algún moyen de viere. En tu caso, había que ceder
ante ti o dejarte.
No cabía otra alternativa. Por cariño hacia
ti, profundo aunque
equivocado; por una gran compasión de tus
defectos de modo de ser y
temperamento; por mi proverbial buen carácter
y mi pereza celta; por
una aversión artística a las escenas groseras
y las palabras feas; por esa
incapacidad para el rencor de cualquier clase
que en aquel tiempo me
caracterizaba; por mi negativa a que me
amargasen o afeasen la vida lo
que para mí, con la vista realmente puesta en
otras cosas, eran meras
minucias que no valían más de un momento de
pensamiento o interés;
por esas razones, aunque parezcan tontas, yo
cedía siempre. Y el resultado
natural era que tus pretensiones, tus ansias
de dominio, tus imposiciones
fueran cada día más descomedidas. Tu motivo
más ruin, tu
apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran
para ti leyes a las que había
que amoldar siempre las vidas de los demás, y
a las cuales, llegado el caso,
había que sacrificarlas sin escrúpulo.
Sabiendo que con una escena
podías siempre salirte con la tuya, era lo
más natural que recurrieras, no
dudo que casi inconscientemente, a todos los
excesos de la violencia
ruin. Al final no sabías a qué meta corrías,
ni con qué propósito. Habiendo
entrado a saco en mi genio, mi voluntad y mi
fortuna, quisiste, con la
ceguera de una codicia sin fondo, mi
existencia entera. La tomaste. En el
momento supremo y trágicamente decisivo de
toda mi vida, el que precedió
al lamentable paso de iniciar mi acción
absurda, de un lado estaba tu
padre atacándome con tarjetas repugnantes
dejadas en mi club, de otro
lado estabas tú atacándome con cartas no
menos detestables. La carta
que recibí de ti en la mañana del día en que
te dejé llevarme al juzgado
de guardia para solicitar la ridícula orden
de detención de tu padre fue
una de las peores que nunca escribieras, y
por la más vergonzosa razón.
Entre vosotros dos perdí la cabeza. Mi juicio
me abandonó. El terror ocupó
su lugar. No vi escapatoria posible, lo digo
francamente, de ninguno
de los dos. Ciegamente avancé como un buey al
matadero. Había cometido
un error psicológico colosal. Siempre había
pensado que el ceder ante
ti en las cosas menudas no significaba nada:
que cuando llegase un gran
momento podría reafirmar mi fuerza de
voluntad en su superioridad
natural. No fue así. En el gran momento mi
fuerza de voluntad me falló
por completo. En la vida no hay
verdaderamente cosa pequeña ni grande.
Todas las cosas son del mismo valor y del
mismo tamaño. Mi costumbre
-al principio fruto, más que nada, de la
indiferencia- de ceder a ti en todo
había venido a ser insensiblemente una parte
real de mi naturaleza. Sin
yo saberlo, había estereotipado mi
temperamento en un solo estado permanente
y fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la
primera edición de sus
ensayos, dice Patter que «El fracaso es formar
hábitos». Cuando lo dijo,
los obtusos de Oxford no vieron en la frase
más que una inversión traviesa
del texto un tanto manido de la Ética de
Aristóteles, pero lleva escondida
una verdad prodigiosa, terrible. Yo te había
dejado minar la fuerza
de mi carácter, y para mí la formación de un
hábito había sido no ya
Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido
todavía más destructivo para
mí que en lo artístico.
Una vez obtenida la orden de detención, tu
voluntad fue, no hay que
decirlo, la que lo dirigió todo. En unos
momentos en los que yo debería
haber estado en Londres asesorándome de
personas sabias, y considerando
con calma la trampa atroz donde me había
dejado meter -la ratonera,
como tu padre la sigue llamando hasta el día
de hoy- , tú te empeñaste
en que te llevara a Montecarlo, de todos los
lugares repugnantes
que hay en el mundo, para poder pasarte todo
el día jugando, y toda la
noche, mientras estuviera abierto el Casino.
En cuanto a mí, que no le
veo el encanto al bacará, yo me quedaba
afuera solo. Te negaste a comentar
siquiera fuera en cinco minutos la situación
en la que tú y tu padre
me habíais puesto. Lo mío era sencillamente
pagar tus gastos de hotel
y tus pérdidas. La más mínima alusión a la
prueba que me aguardaba
era un fastidio. Una nueva marca de champán
que nos recomendaran
tenía más interés para ti.
A nuestro regreso a Londres, los amigos que
verdaderamente deseaban
mi bien me imploraron que me fuera al
extranjero, que no afrontara un
proceso imposible. Tú les imputaste motivos
viles para dar ese consejo, y
a mí cobardía por prestarle oídos. Tú me
forzaste a quedarme para salir
adelante en el estrado, si era posible, con
perjurios tontos y absurdos. Al
final, yo fui, naturalmente, detenido, y tu
padre fue el héroe del día; más
aún, en realidad, que el héroe del día; tu
familia se codea ahora, mira
qué curioso, con los Inmortales: pues por uno
de esos efectos grotescos
que son, por así decirlo, el elemento gótico
de la historia, y que hacen de
Clío la menos seria de todas las Musas, tu
padre vivirá siempre entre los
padres buenos y puros de la literatura de
catequesis, tu sitio está con el
del Niño Samuel, y yo me veo sentado en el
cenagal más bajo de Malebolge,
entre Gilles de Retz y el marqués de Sade.
Por supuesto que debería haberme librado de
ti. Me debería haber sacudido
tu persona como se sacude uno de la ropa una
cosa que le ha
pinchado. En el más maravilloso de todos sus
dramas, Esquilo nos habla
del gran Señor que cría en su casa al
cachorro de león, el λέοντος ίνιν, y
le quiere porque acude con mirada encendida a
su llamada y le pide mimoso
la comida: φαιδρωπός ποτί χετρα σαίνων τε γαστρός
ένέγχις. Y la
cosa
crece y muestra la naturaleza de su raza, ήθος τò πρόσθε τοχήων, y destruye
al señor y su casa y todas sus pertenencias.
Siento que yo fui como
él. Pero mi falta estuvo, no en que no me
separara de ti, sino en que me
separé de ti demasiadas veces. Que yo
recuerde, ponía fin a mi amistad
contigo cada tres meses sin falta, y cada vez
que lo hacía tú te las ingeniabas
con súplicas, telegramas, cartas, la
intervención de tus amigos, la
intervención de los míos, etcétera, para
persuadirme a dejarte volver.
Cuando a finales de marzo del 93 saliste de
mi casa de Torquay, yo había
resuelto no volver a hablar contigo, ni
permitir que bajo ninguna circunstancia
te acercases a mí, tan repugnante había sido
la escena que
me hiciste la noche antes de tu partida.
Escribiste y telegrafiaste desde
Bristol rogando que te perdonara y te
recibiera. Tu tutor, que se había
quedado conmigo, me dijo que a su juicio eras
a veces totalmente irresponsable
de tus palabras y tus actos, y que la
mayoría, si no todos, de
los de Magdalena eran de la misma opinión. Yo
accedí a recibirte, y por
supuesto te perdoné. Camino de Londres me
suplicaste que te llevara al
Savoy. Aquella visita fue funesta para mí.
Tres meses después, en junio, estamos en
Goring. Unos amigos tuyos
de Oxford vienen invitados de sábado a lunes.
La mañana del día en que
se fueron me hiciste una escena tan
espantosa, tan lamentable, que te
dije que debíamos separarnos. Lo recuerdo muy
bien: estábamos en el
campo llano de croquet, en medio de la
hermosa pradera, y te hice notar
que nos estábamos deshaciendo mutuamente la
vida, que tú estabas
destrozando la mía por completo y que era
evidente que yo no te hacía
realmente feliz, y que lo único sabio y
filosófico era una despedida irrevocable,
una separación total. Tú te fuiste
malhumorado después de comer,
dejando una de tus cartas más ofensivas para
que el mayordomo
me la entregara después de tu marcha. No
habían pasado tres días
cuando me telegrafiaste desde Londres con el
ruego de que te perdonara
y te dejara volver. Yo había alquilado aquel
sitio para darte gusto. Había
contratado a tus propios criados a petición
tuya. Siempre había lamentado
muchísimo aquel genio horrible del que
verdaderamente eras víctima.
Te tenía cariño. Así que te dejé volver y te
perdoné. Otros tres meses
después, en septiembre, hubo nuevas escenas,
con ocasión de haberte yo
señalado las faltas elementales de tu intento
de traducción de Salomé. A
estas alturas ya debes tener suficiente
dominio del francés para saber
que la traducción era tan indigna de ti, como
mero oxoniano, como de la
obra que pretendía verter. Claro está que
entonces no lo sabías, y en una
de las cartas violentas que me escribiste al
respecto decías no tener «obligación
intelectual de ninguna especie» hacia mí. Recuerdo que al leer esa
afirmación pensé que era lo único realmente
veraz que me habías escrito
en todo el curso de nuestra amistad. Vi que
una naturaleza menos cultivada
realmente te habría ido mucho mejor. No digo
esto con ninguna
amargura, simplemente como un hecho de la
compañía. A fin de cuentas
el ligamento de toda compañía, sea en el
matrimonio o en la amistad, es
la conversación, y la conversación tiene que
tener una base común, y
entre dos personas de cultura muy diferente
la única base común posible
es el nivel más bajo. Lo trivial en el pensamiento
y en la acción es encantador.
Yo había hecho de ello la clave de una
filosofía muy brillante
expresada en obras de teatro y paradojas.
Pero la espuma y la necedad
de nuestra vida a menudo se me hacían muy
cansadas; sólo en el cenagal
nos encontrábamos; y aun siendo fascinante,
terriblemente fascinante
el único tema sobre el que invariablemente
giraba tu charla, aun
así acabó por resultarme absolutamente
monótono. A menudo me aburría
mortalmente, y lo aceptaba como aceptaba tu
pasión por ir al musichall,
o tu manía de derroches absurdos en la comida
y la bebida, o cualquier
otra de tus características menos atractivas
para mí, es decir, como
algo que simplemente había que soportar, una
parte del alto precio que
se pagaba por conocerte. Cuando tras salir de
Goring fui a pasar dos semanas
a Dinard te enfadaste muchísimo conmigo por
no llevarte, y, antes
de mi marcha, hiciste algunas escenas muy
desagradables sobre el
tema en el Albemarle Hotel, y me enviaste
algunos telegramas igualmente
desagradables a una casa de campo donde
estaba pasando unos días. Yo
te dije, lo recuerdo, que me parecía que
estabas obligado a estar un poco
con tu familia, porque habías pasado toda la
temporada lejos de ellos.
Pero en realidad, para serte totalmente
franco, no habría podido bajo
ninguna circunstancia tenerte conmigo.
Llevábamos juntos casi doce
semanas. Yo necesitaba reposo y libertad de
la terrible tensión de tu
compañía. Me era necesario estar un poco
solo. Intelectualmente necesario.
Y por eso te confieso que en esa carta tuya
que he citado vi una buena
oportunidad de poner fin a la amistad funesta
que había nacido entre
nosotros, y ponerle fin sin amargura, como ya
de hecho lo había intentado
aquella luminosa mañana de junio en Goring,
tres meses antes. Se
me hizo ver, sin embargo -debo decir
honradamente que fue uno de mis
amigos, a quien habías acudido en el apuro-,
que sería para ti muy hiriente,
quizá casi humillante, que te devolviera el
trabajo como se le devuelve
el ejercicio a un colegial; que yo esperaba
demasiado de ti intelectualmente;
y que, al margen de lo que escribieras o
hicieras, me tenías
una devoción total y absoluta. Yo no quería
ser el primero en frustrar o
desanimar tus comienzos literarios; sabía muy
bien que ninguna traducción,
a menos que la hiciera un poeta, podía
reproducir adecuadamente
el color y la cadencia de mi obra; la
devoción me parecía, y me sigue pareciendo,
una cosa maravillosa, que no hay que desechar
a la ligera; de
modo que os retomé, a ti y la traducción.
Exactamente tres meses más
tarde, tras una serie de escenas que
culminaron en una más repugnante
de lo habitual, cuando un lunes por la tarde
viniste a mis habitaciones
acompañado por dos de tus amigos, me vi
literalmente huyendo al extranjero
a la mañana siguiente para escapar de ti,
dando a mi familia
una razón absurda de mi súbita marcha, y
dejándole a mi criado una dirección
falsa por miedo a que me siguieras en el
primer tren. Y recuerdo
que esa tarde, en el tren que me llevaba en
volandas a París, me puse a
pensar en lo imposible, terrible,
absolutamente equivocado del estado en
que había caído mi vida, si yo, un hombre de
reputación mundial, tenía
materialmente que salir corriendo de
Inglaterra por librarme de una
amistad que era completamente destructiva de
todo lo bueno que había
en mí, desde el punto de vista intelectual o
ético; y siendo la persona de
la que huía, no un ser terrible salido de la
cloaca o del cenagal a la vida
moderna y con el que yo hubiera enredado mis
días, sino tú, un muchacho
de mi misma posición y rango social, que
habías ido a mi mismo colegio
de Oxford y eras un invitado constante en mi
casa. Llegaron los habituales
telegramas de ruegos y remordimientos: me
hice el sordo. Por fin
amenazaste con que, a menos que consintiera
en recibirte, por nada del
mundo accederías a irte a Egipto. Yo mismo,
con tu conocimiento y conformidad,
le había rogado a tu madre que te enviara a
Egipto para alejarte
de Inglaterra, porque en Londres estabas
echando tu vida a perder.
Sabía que si no ibas se llevaría una
desilusión terrible, y pensando en
ella te recibí, y bajo la influencia de una
gran emoción, que ni siquiera a
ti se te puede haber olvidado, perdoné el
pasado; aunque no dije absolutamente
nada del futuro.
A mi vuelta a Londres al día siguiente,
recuerdo haber estado sentado
en mi habitación, intentando triste y
seriamente determinar si de verdad
eras o no lo que me.parecías ser, tan lleno de
terribles defectos, tan totalmente
ruinoso para ti y para los demás, tan
fatídico para el que simplemente
te conociera o estuviera contigo. Toda una
semana estuve pensándolo,
y preguntándome si en el fondo no sería que
yo era injusto y me
equivocaba en mi estimación de ti. Al cabo de
la semana me traen una
carta de tu madre. Expresaba con puntos y
comas las mismas impresiones
que yo tenía de ti. En ella hablaba de tu
vanidad ciega y exagerada,
que te hacía despreciar tu casa y calificar
de «filisteo» a tu hermano mayor
-candidissima anima-; de tu mal genio, que hacía que le diera miedo
hablarte de tu vida, de la vida que ella
intuía, sabía, que estabas llevando;
de tu conducta en cuestiones de dinero, tan
penosa para ella en más
de un aspecto; de la degeneración y el cambio
que había habido en ti. Tu
madre veía, cómo no, que la herencia te había
cargado con un legado terrible,
y lo reconocía con franqueza, lo reconocía
con terror: es «el único
de mis hijos que ha heredado el fatal
temperamento de los Douglas», decía
de ti. Al final afirmaba que se sentía
obligada a declarar que tu
amistad conmigo, en su opinión, había
intensificado de tal modo tu vanidad
que ésta había llegado a ser la fuente de
todos tus defectos, y me pedía
encarecidamente que no te viera en el
extranjero. Yo le respondí inmediatamente,
diciéndole que estaba totalmente de acuerdo
con todas y
cada una de sus palabras. Añadí mucho más.
Llegué hasta donde podía
llegar. Le conté que el origen de nuestra
amistad era que tú, en tus tiempos
de estudiante en Oxford, habías venido a
pedirme que te ayudara en
un asunto muy serio de una índole muy
particular. Le conté que tu vida
había estado continuamente turbada de la
misma manera. De tu ida a
Bélgica habías echado tú la culpa a tu
compañero en ese viaje, y tu madre
me había reprochado el habértelo presentado.
Yo trasladé la culpa a
donde debía estar, sobre tus hombros. Acabé
asegurándole que no tenía
la menor intención de reunirme contigo en el
extranjero, y rogándole que
tratase de retenerte allí, bien como agregado
honorario, si eso fuera posible,
o para aprender lenguas modernas, si no lo
fuera; o con el motivo
que le pareciera, al menos durante dos o tres
años, y por tu bien así como
por el mío.
Entretanto tú me estabas escribiendo en cada
correo que venía de
Egipto. Yo no hice el mas mínimo caso de
ninguna de tus comunicaciones.
Las leía y las rompía. Tenía muy decidido no
tener más trato contigo.
Estaba resuelto, y me dediqué con alegría al
arte cuyo progreso te
había dejado interrumpir. Pasados tres meses,
tu madre, con esa desdichada
debilidad de la voluntad que la caracteriza,
y que en la tragedia de
mi vida ha sido un elemento no menos fatídico
que la violencia de tu padre,
me escribe ella misma -no me cabe duda, claro
está, que instigada
por ti- y me dice que estás preocupadísimo
por no saber de mí, y que para
que no tenga excusa para no comunicarme
contigo me envía tu dirección
en Atenas, que, por supuesto, yo conocía
perfectamente. Confieso
que su carta me dejó absolutamente pasmado.
No entendía que, después
de lo que me había escrito en diciembre, y lo
que yo le había escrito a ella
en respuesta, pudiera de ninguna manera tratar
de reparar o reanudar
mi desgraciada amistad contigo. Respondí a su
carta, naturalmente, y
una vez más la insté a que intentase ponerte
en relación con alguna embajada,
para evitar que volvieses a Inglaterra, pero
a ti no te escribí, ni
hice más caso de tus telegramas que antes de
que tu madre me escribiera.
Finalmente telegrafiaste a mi mujer
pidiéndole que usara de su influencia
conmigo para que yo te escribiera. Nuestra
amistad siempre había
sido una fuente de malestar para ella: no
sólo porque nunca le agradaste
personalmente, sino porque veía cómo tu
compañía continua me
alteraba, y no para mejor; de todos modos, lo
mismo que contigo había
mostrado siempre la mayor finura y
hospitalidad, así tampoco pudo soportar
la idea de que yo fuera de ninguna manera
ingrato -porque eso le
parecía- con ninguno de mis amigos. Pensaba,
sabía de hecho, que eso
no iba con mi carácter. A petición suya sí me
comuniqué contigo. Recuerdo
muy bien el texto de mi telegrama. Te decía
que el tiempo cura
todas las heridas, pero que de allí a muchos
meses no quería ni escribirte
ni verte. Tú saliste inmediatamente para
París, enviándome por el
camino telegramas apasionados en los que
suplicabas que te viera una
vez, aunque no fuera más. Yo me negué.
Llegaste a París un sábado por
la noche, y encontraste en el hotel una breve
carta mía diciendo que no
quería verte. A la mañana siguiente recibí en
Tite Street un telegrama tuyo
de unas diez u once páginas. En él declarabas
que, fuera lo que fuese
lo que me hubieras hecho, no podías creer que
yo me negase rotundamente
a verte; me recordabas que por verme siquiera
una hora habías
viajado durante seis días con sus noches por
Europa sin hacer alto ni
una sola vez; hacías un llamamiento muy
patético, lo reconozco, y acababas
con lo que me pareció ser una amenaza de
suicidio, y no muy velada.
Tú mismo me habías contado con frecuencia
cuántos había habido
en tu estirpe que se habían manchado las
manos con su propia sangre;
tu tío ciertamente, tu abuelo posiblemente;
muchos otros en la línea
mala y demente de la que procedes. La piedad,
mi antiguo afecto por ti,
la consideración a tu madre, para quien tu
muerte en tan terribles circunstancias
habría sido un golpe casi insoportable, el
horror de pensar
que una vida tan joven, y que entre todos sus
feos defectos aún tenía en
sí una promesa de belleza, pudiera tener un
fin tan repulsivo, la mera
humanidad: todo eso, si hicieran falta
excusas, debe servirme de excusa
por haber consentido otorgarte una última
entrevista. Cuando llegué a
París, tus lágrimas, derramadas una y otra
vez durante toda la velada,
que caían sobre tus mejillas como lluvia
mientras comíamos primero en
Voisin y cenábamos después en Paillard; la
alegría no fingida que mostraste
al verme, tomándome de la mano siempre que
podías, como si fueras
un niño dulce y penitente; tu contrición, tan
sencilla y sincera, en
aquel momento, me hicieron acceder a reanudar
nuestra amistad. Dos
días después habíamos vuelto a Londres, tu
padre te vio almorzando
conmigo en el Café Royal, se sentó a mi mesa,
bebió de mi vino, y esa
tarde, mediante una carta dirigida a ti,
inició su primer ataque contra
mí.
Puede ser extraño, pero otra vez me vi
puesto, no diré en la ocasión, sino
en el deber de separarme de ti. No hace falta
que te señale que me refiero
a tu conducta conmigo en Brighton del 10 al
13 de octubre de 1894.
Remontarse a hace tres años es mucho para ti.
Pero los que vivimos en la
cárcel, y en cuyas vidas no hay más
acontecimiento que la pena, tenemos
que medir el tiempo por espasmos de dolor y
el registro de los momentos
amargos. No tenemos otra cosa en que pensar.
El sufrimiento -
por curioso que esto pueda parecerte- es el
medio por el que existimos, y
es el único medio por el que somos
conscientes de existir; y el recuerdo
del sufrimiento en el pasado nos es necesario
como garantía, evidencia,
de nuestra identidad continuada. Entre yo y
el recuerdo de la alegría hay
un abismo no menos profundo que entre yo y la
alegría en su inmediatez.
Si nuestra vida juntos hubiera sido como el
mundo se la imaginaba, una
vida tan sólo de placer, disipación y risas,
yo no sería capaz de recordar
ni uno solo de sus pasajes. Es porque estuvo
llena de momentos y días
trágicos, amargos, siniestros en sus avisos,
grises o tremendos en sus
escenas monótonas y violencias indecorosas,
por lo que veo u oigo cada
incidente con todo su detalle, veo y oigo, de
hecho, poco más. Hasta tal
punto se nutren los hombres de dolor en este
lugar, que mi amistad
contigo, en la forma en que me veo forzado a
recordarla, se me aparece
siempre como un preludio consonante con esos
variados modos de angustia
que cada día tengo que atravesar; más aún,
como algo que los exige;
como si mi vida, no obstante lo que pareciera
a mis ojos y a los de los
demás, hubiera sido constantemente una
auténtica Sinfonía del Dolor,
pasando por sus movimientos rítmicamente
enlazados hasta su cierta resolución,
con esa inevitabilidad que caracteriza en el
Arte el tratamiento
de todo gran tema.
He hablado de tu conducta conmigo durante
tres días seguidos, hace
tres años, ¿no es verdad? Yo estaba solo en
Worthing, tratando de acabar
mi última obra de teatro. Las dos visitas que
me habías hecho habían
acabado. De pronto apareciste por tercera
vez, con un acompañante, y
llegaste a proponer que se alojara en mi
casa. Yo (reconocerás ahora que
con toda propiedad) me negué en rotundo. Os
atendí, naturalmente; no
me quedaba otro remedio; pero fuera, no en mi
casa. Al día siguiente, un
lunes, tu compañero volvió a las obligaciones
de su profesión, y tú te
quedaste conmigo. Aburrido de Worthing, y
todavía más, no me cabe duda,
de mis esfuerzos infructuosos por concentrar
mi atención en la obra,
la única cosa que en aquel momento me interesaba,
insistes en que te
lleve al Grand Hotel de
Brighton. La noche
de nuestra llegada caes enfermo
con esa temible fiebre baja estúpidamente
llamada influenza; tu
segundo, si no tercer, ataque. No tengo que
recordarte cómo te atendí y
te cuidé, no sólo con todo lujo de frutas,
flores, regalos, libros y todas
esas cosas que pueden comprarse con dinero,
sino con ese afecto, ternura
y amor que, pienses tú lo que pienses, no se
compran con dinero. Salvo
una hora de caminata por las mañanas, y una
hora de paseo en coche
por las tardes, no salí del hotel. Conseguí
uvas especiales de Londres para
ti, porque las que había en el hotel no te
gustaban; inventé cosas para
agradarte, permanecía contigo o en la
habitación contigua a la tuya, me
sentaba a tu lado todas las noches para
sosegarte o distraerte.
A los cuatro o cinco días te recuperas, y yo
alquilo unas habitaciones
para tratar de terminar la obra. Tú, por
supuesto, me acompañas. En la
mañana del día siguiente a nuestra
instalación me pongo muy malo. Tú
tienes que ir a Londres a un asunto, pero
prometes volver por la tarde.
En Londres te encuentras a un amigo, y no
vuelves a Brighton hasta última
hora del día siguiente; para entonces yo
tengo una fiebre terrible, y
el médico descubre que me has contagiado la
influenza. No podría imaginarse
cosa más incómoda para un enfermo que lo que
resultaron ser
aquellas habitaciones. Mi cuarto de estar
está en el primer piso, mi dormitorio
en el tercero. No hay ningún criado para
atenderme, ni nadie siquiera
para enviar un recado ni traer lo que mande
el médico. Pero estás
tú. No me inquieto. Los dos días siguientes
me dejas completamente solo,
sin cuidados, sin asistencia, sin nada. No
era cuestión de uvas, flores ni
regalos encantadores: era cuestión de lo más
imprescindible; yo no podía
procurarme ni la leche que me había mandado
el médico; la limonada se
dijo que era imposible; y cuando te rogué que
me llevaras un libro de la
librería, o si no tenían lo que yo quería que
escogieras otra cosa, ni te
molestaste en ir. Y cuando en consecuencia yo
me quedo todo el día sin
nada que leer, me dices con toda tranquilidad
que me compraste el libro
y prometieron enviarlo, afirmación que
después descubrí por casualidad
haber sido totalmente falsa desde el principio
hasta el final. Todo ese
tiempo estabas, por supuesto, viviendo a mi
costa, paseando en coche,
cenando en el Grand Hotel, y de hecho sólo
apareciendo por mi habitación
en busca de dinero. El sábado por la noche,
habiéndome tenido totalmente
desatendido y solo desde por la mañana, te
pedí que volvieras
después de cenar y me hicieras un rato de
compañía. En tono irritado y
con malos modales me lo prometes. Espero
hasta las once y no apareces.
Entonces te dejé una nota en tu habitación
sólo recordándote la promesa
que me habías hecho, y cómo la habías
cumplido. A las tres de la mañana,
sin poder dormir y atormentado por la sed,
bajo al cuarto de estar, en
medio de la oscuridad y del frío, con la
esperanza de encontrar agua allí.
Te encontré a ti. Te abalanzaste sobre mí con
cuantas palabras atroces te
pudieron sugerir un estado descontrolado y
una naturaleza indisciplinada
y sin educación. Con la terrible alquimia del
egotismo, transformaste
tu remordimiento en rabia. Me acusaste de
egoísmo por esperar que estuvieras
conmigo estando yo enfermo; de interponerme
entre tú y tus diversiones;
de querer privarte de tus placeres. Me
dijiste, y sé que era toda
la verdad, que habías vuelto a medianoche
únicamente para cambiarte
de traje, y volver a salir a donde pensabas
que te esperaban nuevos placeres,
pero que al dejarte una carta en la que te
recordaba que me habías
tenido abandonado todo el día y toda la
velada, realmente te había
quitado las ganas de otros disfrutes, y
reducido tu capacidad para nuevos
deleites. Yo me volví arriba asqueado, y
seguí insomne hasta el amanecer,
y hasta mucho después del amanecer no pude
conseguir nada con
que aplacar la sed de la fiebre que tenía. A
las once entraste en mi habitación.
En la escena precedente no pude por menos de
observar que con
la carta por lo menos te había contenido en
una noche de excesos mayores
de lo acostumbrado. Por la mañana ya habías
vuelto en ti. Yo lógicamente
esperaba oír qué excusas aducías, y de qué
manera ibas a pedir el
perdón que en el fondo sabías que te
aguardaba invariablemente, hicieras
lo que hicieras; tu absoluta confianza en que
yo siempre te perdonaría
era realmente lo que siempre me gustó más de
ti, quizá lo mejor que
había en ti. Lejos de eso, empezaste a
repetir la misma escena con nuevos
ímpetus y expresiones más violentas. Yo, al
cabo, te mandé salir de
la habitación; tú fingiste hacerlo, pero
cuando levanté la cabeza de la almohada
donde la había enterrado, seguías estando
allí, y con risa brutal
y rabia histérica avanzaste de pronto hacia
mí. Una sensación de horror
me invadió, no supe por qué exacta razón;
pero salté de la cama inmediatamente,
y descalzo y como estaba bajé los dos tramos
de escalera al
cuarto de estar, de donde no salí hasta que
el dueño de la casa -a quien
había mandado llamar- me aseguró que ya no
estabas en mi dormitorio,
y prometió quedarse cerca por si le
necesitaba. Tras un intervalo de una
hora, en el que el médico vino y me encontró,
por supuesto, en un estado
de postración nerviosa total, así como con más
fiebre de la que había tenido
al principio, tú volviste sigilosamente, por
dinero: tomaste lo que
pudiste encontrar en el tocador y en la
chimenea, y saliste de la casa con
tu equipaje. ¿Necesito decirte lo que pensé
de ti durante los dos miserables
días de enfermedad y soledad que siguieron?
¿Será necesario que
afirme que vi claramente que sería una
deshonra para mí mantener aunque
sólo fuera un trato superficial con una
persona como tú habías demostrado
ser? ¿Que vi llegado el último momento, y lo
vi como realmente
un gran alivio? ¿Y que supe que en el futuro
mi Arte y la Vida serían mas
libres y mejores y más hermosos en todos los
aspectos? Enfermo como
estaba, me sentí a gusto. El hecho de que la
separación fuera irrevocable
me daba paz. Para el martes no tenía fiebre,
y por primera vez comí en el
piso de abajo. El miércoles era mi
cumpleaños. Entre los telegramas y
comunicaciones que había sobre mi mesa
encontré una carta con tu letra.
La abrí embargado por una sensación de
tristeza. Sabía que había
pasado el tiempo en que una frase bonita, una
expresión de afecto, una
palabra de aflicción me habrían hecho volver
a aceptarte. Pero me engañaba
de medio a medio. Te había subestimado. ¡La
carta que me enviaste
por mi cumpleaños era una elaborada
repetición de las dos escenas,
puestas astuta y cuidadosamente por escrito!
Te mofabas de mí con vulgaridades.
Tu única satisfacción en todo el asunto,
decías, era haberte
retirado al Grand Hotel y haber cargado el almuerzo
en mi cuenta antes
de irte a Londres. Me felicitabas por mi
prudencia al salir de la cama, por
mi abrupta huida al piso de abajo. «Fue un momento feo para ti», decías,
«más feo de lo que crees». No, eso lo sentí muy bien. Lo que realmente
quería decir no lo sabía: si tenías encima la
pistola que habías comprado
para intentar asustar a tu padre, y que una
vez, creyéndola descargada,
habías disparado en un restaurante público
estando conmigo; si tu mano
se movía hacia un vulgar cuchillo de mesa que
por casualidad yacía sobre
la mesa entre nosotros; si, olvidando por la
rabia tu baja estatura y
menor fortaleza, habías pensado en algún
insulto especialmente personal,
o ataque incluso, estando yo allí tendido y
enfermo: no lo sabía. Sigo
sin saberlo en el día de hoy. Lo único que sé
es que me embargó un sentimiento
de total horror, y que sentí que, a menos que
saliera de la habitación
al instante, y escapara, tú habrías hecho, o
intentado, algo que
habría sido, incluso para ti, motivo de
vergüenza para toda la vida. Sólo
una vez antes de eso había experimentado yo
un sentimiento tal de horror
ante un ser humano. Fue cuando en mi
biblioteca de Tite Street tu
padre, agitando sus manitas en el aire con furia
epiléptica, con su matón,
o amigo, entre él y yo, me estuvo soltando
todas las palabras sucias
que acudieron a su sucia mente, y chillando
las atroces amenazas que
después tan astutamente pondría en práctica.
En ese caso fue él, por
supuesto, el que tuvo que salir primero de la
habitación. Le eché. En tu
caso me fui yo. No era la primera vez que
había tenido que salvarte de ti
mismo.
Concluías tu carta diciendo: «Cuando no estás subido al pedestal no
eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente
». ¡Ah, qué
fibra tan grosera revela eso! ¡Qué falta total de imaginación!
¡Qué insensible, qué vulgar era ya el
temperamento! «Cuando no estás
subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo
me iré inmediatamente.» Cuántas veces han vuelto a mí esas palabras
en
la triste celda solitaria de las diversas
cárceles a donde me han mandado.
Me las he dicho una y otra vez, y he visto en
ellas, espero que injustamente,
algo del secreto de tu extraño silencio. Que
tú me escribieras
eso, cuando la propia enfermedad y la fiebre
que sufría las había contraído
por cuidarte, fue, no hay que decirlo, de una
zafiedad y crudeza
repugnantes; pero que cualquier ser humano
del mundo escribiera eso a
otro sería un pecado que no tiene perdón, si
hubiera algún pecado que
no lo tuviese.
Confieso que cuando acabé tu carta me sentía
casi poluto, como si con
asociarme a alguien de tal naturaleza hubiera
manchado y envilecido mi
vida irreparablemente. Y es verdad que eso
había hecho, pero para saber
hasta qué punto tenía que vivir seis meses
más. Resolví conmigo mismo
volver a Londres el viernes, y ver a sir
George Lewis personalmente para
pedirle que escribiera a tu padre diciéndole
que había tomado la determinación
de jamás, bajo ninguna circunstancia, dejarte
entrar en mi casa,
sentarte a mi mesa, hablar conmigo, pasear
conmigo, ni en ningún
lugar ni tiempo acompañarme de ninguna
manera. Hecho esto, te habría
escrito únicamente para informarte del curso
de acción que había adoptado;
las razones inevitablemente las habrías visto
tú. Lo tenía todo dispuesto
el jueves por la noche, y el viernes por la
mañana, mientras desayunaba
antes de partir, abrí casualmente el
periódico y vi en él un telegrama
donde decía que tu hermano mayor, el
verdadero cabeza de familia,
el heredero del título, el sostén de la casa,
había sido hallado muerto
en una acequia, con el arma descargada a su
lado. El horror de las circunstancias
de la tragedia, de la que ahora se sabe que
fue un accidente,
pero entonces teñida de una insinuación más
sombría; el patetismo de la
muerte súbita de un hombre querido por todos
los que le conocían, y casi
en vísperas, por decirlo así, de su boda; mi
conciencia de la desdicha
que iba a ser para tu madre la pérdida de la
persona que era su consuelo
y su alegría en la vida, y que, como ella
misma me dijera una vez, desde
el día en que nació no le había hecho
derramar ni una sola lágrima; mi
conciencia de tu propio aislamiento, al estar
tus otros hermanos en Europa,
y por lo tanto ser tú el único al que tu
madre y tu hermana podían
mirar, no sólo para compañía de su dolor,
sino también para esas pesadas
responsabilidades de horrible detalle que la
Muerte siempre trae
consigo; el mero sentimiento de las lacrimae rerum, de las
lágrimas de
que está hecho el mundo, y de la tristeza de
todo lo humano: de la confluencia
de esos pensamientos y emociones agolpados en
mi cerebro
brotó una piedad infinita de ti y de tu
familia. De mis propios dolores y
acritudes contra ti me olvidé. Lo que tú
habías sido para mí en mi enfermedad
no podía yo serlo para ti en tu duelo. Al
momento te telegrafié mi
condolencia más honda, y en la carta subsiguiente
te invité a venir a mi
casa tan pronto como pudieras. Sentía que
abandonarte en ese preciso
momento, y formalmente por medio de un
abogado, habría sido demasiado
terrible para ti.
A tu regreso a la ciudad desde el escenario
material de la tragedia, a
donde habías sido convocado, viniste
enseguida a mí con dulzura y sencillez,
vestido de luto y con los ojos empañados de
lágrimas. Buscabas
consuelo y ayuda como podría buscarlos un
niño. Yo te abrí mi casa, mi
hogar, mi corazón. Hice también mía tu pena,
para ayudarte a soportarla.
Nunca, ni con una palabra, aludí a tu
comportamiento conmigo, a las
escenas repugnantes, a la carta repugnante.
Tu dolor, que era real, me
parecía acercarte a mí más de lo que nunca
estuvieras. Las flores que
tomaste de mí para ponerlas en la tumba de tu
hermano habían de ser
un símbolo no sólo de la belleza de su vida,
sino de la belleza que yace
latente en todas las vidas y puede ser sacada
a la luz.
Los dioses son extraños. No sólo de nuestros
vicios hacen instrumentos
con que flagelarnos. Nos llevan a la ruina
con lo que en nosotros hay de
bueno, de amable, de humano, de amoroso. De
no haber sido por mi piedad
y mi afecto hacia ti y los tuyos, yo no
estaría ahora llorando en este
lugar terrible.
Por supuesto que en toda nuestra relación se
descubre, no ya el Destino,
sino la Fatalidad: la Fatalidad que camina
siempre deprisa, porque
va al derramamiento de sangre. Por tu padre
procedes de una estirpe con
la que el matrimonio es horrible, la amistad
fatal, y que pone manos violentas
sobre su propia vida o las vidas ajenas. En
toda pequeña circunstancia
en la que los caminos de nuestras vidas se
cruzaron; en todo
punto de importancia grande o aparentemente
trivial en que acudiste a
mí buscando placer o buscando ayuda; en las
ocasiones menudas, los
accidentes leves que no parecen, en su
relación con la vida, más que el
polvo que danza en un rayo de luz o la hoja
que cae del árbol revoloteando,
venía detrás la Ruina, como el eco de un grito
amargo, o la sombra
que caza con el animal de presa. Nuestra
amistad realmente comienza
cuando me pides, en una carta muy patética y
encantadora, que te auxilie
en una situación pavorosa para cualquiera, y
doblemente para un
muchacho de Oxford: así lo hago, y el
resultado de usar tú mi nombre
como amigo tuyo ante sir George Lewis es que
empiezo a perder su estima
y su amistad, una amistad de quince años.
Cuando me vi privado de
su consejo, su ayuda y su consideración, me
vi privado de lo que era la
gran salvaguardia de mi vida.
Me mandas un poema muy bonito, de la escuela
poética estudiantil,
para mi aprobación; yo contesto con una carta
de fantásticos conceptos
literarios te comparo con Hilas, o Jacinto,
Jonquil o Narciso, o alguien a
quien el gran dios de la Poesía favoreciera y
honrara con su amor. La
carta es como un pasaje de uno de los sonetos
de Shakespeare, traspuesto
a tono menor. Sólo la pueden entender los que
hayan leído el
Banquete de
Platón, o captado el espíritu de cierto ánimo grave que se
nos ha hecho hermoso en los mármoles griegos.
Era, déjame decirlo con
franqueza, el tipo de carta que yo habría
escrito, en un momento feliz
aunque caprichoso, a cualquier joven gentil
de una u otra Universidad
que me hubiera enviado un poema de su mano,
seguro de que tendría el
ingenio o cultura suficientes para
interpretar a derechas sus fantásticas
expresiones. ¡Mira la historia de esa carta!
Pasa de ti a las manos de un
compañero aborrecible; de él a una panda de
chantajistas; se reparten
copias por Londres, a mis amigos y al
empresario del teatro donde se
está representando mi obra; se le dan todos
los sentidos menos el recto;
la Sociedad se embelesa con absurdos rumores
de que he tenido que pagar
una enorme suma de dinero por haberte escrito
una carta infamante;
esto sirve de base al peor ataque de tu
padre; yo mismo presento la carta
original ante el Tribunal para que se vea lo
que es en realidad; el abogado
de tu padre la denuncia como intento
repulsivo e insidioso de corromper
a la Inocencia; al cabo entra a- formar parte de una acusación
criminal;
la Corona la recoge; el juez dictamina sobre
ella con poca erudición y
mucha moralidad; al final voy por ella a la
cárcel. Ése es el resultado de
escribirte una carta encantadora.
Mientras estoy contigo en Salisbury te
asustas muchísimo con una comunicación
amenazante de un antiguo compañero tuyo; me
ruegas que
vea al autor y te ayude; así lo hago; el
resultado es la Ruina para mí. Me
veo obligado a echar sobre mis hombros todo
lo que tú has hecho y responder
por ello. Cuando te suspenden en la
licenciatura y tienes que salir
de Oxford, me telegrafías a Londres
suplicándome que vaya a estar
contigo. Lo hago inmediatamente; me pides que
te lleve a Goring, porque
en esas circunstancias no querías ir a tu
casa; en Goring ves una casa
que te encanta; la alquilo por ti; el
resultado desde todos los puntos de
vista es la Ruina para mí. Un día vienes a
pedirme, como favor personal,
que escriba algo para una revista estudiantil
de Oxford que va a poner en
marcha un amigo tuyo, de quien jamás había
oído hablar en mi vida ni
sabía nada en absoluto. Por darte gusto -¿qué
no hice siempre por darte
gusto?- le mando una página de paradojas
destinadas en un principio a
la Saturday Review. Pocos meses después me encuentro sentado en
el
banquillo del Old Bailey por el carácter de
la revista. Forma parte de la
acusación de la Corona contra mí. Se me pide
que saque la cara por la
prosa de tu amigo y tus propios versos. Lo
primero no lo puedo paliar; lo
segundo, leal hasta el amargo fin a tu
juvenil literatura y a tu vida juvenil,
sí lo defiendo con denuedo, y no tolero que
se diga que eres un escritor
de indecencias. Pero voy a la cárcel, de
todos modos, por la revista
estudiantil de tu amigo y «el Amor que no se
atreve a decir su nombre».
En Navidad te hago un «regalo muy bonito»,
como lo calificabas en la
carta de agradecimiento, por el que sabía que
tenías capricho, que valía
40 o 50 libras como mucho. Cuando llega el
crac de mi vida, y quedo
arruinado, el alguacil que embarga mi
biblioteca y la pone en venta lo
hace para pagar el «regalo muy bonito». Fue
por eso por lo que se sacó a
subasta mi casa. En el momento final y
terrible en que me veo asediado,
y espoleado por tu asedio a iniciar un acción
contra tu padre y hacerle
detener, el clavo ardiendo al que me agarro
en mis esfuerzos desesperados
por evadirme es el enorme gasto. Le digo al
abogado en tu presencia
que no tengo fondos, que de ninguna manera
puedo correr con las altísimas
costas, que no dispongo de ningún dinero. Lo
que dije era, como
sabes, la pura verdad. En aquel viernes
fatal, en vez de estar en el despacho
de Humphreys consintiendo débilmente en mi
propia ruina, yo
habría estado libre y feliz en Francia lejos
de ti y de tu padre, ignorante
de su aborrecible tarjeta e indiferente a tus
cartas, si hubiera podido salir
del Avondale Hotel. Pero la gente del hotel
se negó en rotundo a dejarme
marchar. Tú te habías alojado conmigo durante
diez días; habías
acabado incluso, para mi gran y, lo reconocerás,
legítima indignación,
por traerte a un compañero tuyo a alojarse
conmigo también; mi factura
por los diez días sumaba casi 140 libras. El
propietario dijo que no podía
permitir que se sacase mi equipaje del hotel
mientras no hubiera pagado
la totalidad de la cuenta. Eso fue lo que me
retuvo en Londres. De no ser
por la cuenta del hotel me habría ido a París
el jueves por la mañana.
Cuando le dije al abogado que no tenía dinero
para hacer frente al gigantesco
gasto, inmediatamente interviniste. Dijiste
que tu familia pagaría
de mil amores todo lo que hiciera alta; que
tu padre había sido un íncubo
para todos ellos; que a menudo habían
comentado la posibilidad de
meterle en un manicomio para no tenerle por
medio; que era una fuente
diaria de molestias y disgustos para tu madre
y para todos; que con que
yo diera un paso adelante para que le
encerraran, la familia me tendría
por su adalid y su benefactor; y que los
propios parientes ricos de tu
madre tendrían verdadero placer en sufragar
todas las costas y gastos
que el esfuerzo pudiera requerir. El abogado
tiró para adelante, y deprisa
y corriendo se me llevó al juzgado de
guardia. No me quedaba ninguna
excusa para no ir. Se me obligó. Ni que decir
tiene que tu familia no paga
las costas, y que, cuando se me deja en la
bancarrota, es por obra de tu
padre, y por las costas -su miserable monto-:
unas 700 libras. En el
momento presente mi mujer, enemistada conmigo
por la importante
cuestión de si debo contar con tres libras o
tres libras y diez chelines a la
semana para vivir, está preparando los
trámites de un divorcio, para el
cual, por supuesto, serán necesarias pruebas
totalmente nuevas y un
proceso totalmente nuevo, quizá seguido de
acciones más serias. Yo,
naturalmente, no sé nada de los detalles. Lo
único que se es el nombre
del testigo en cuya declaración se apoyan los
abogados de mi mujer. Es
tu propio criado de Oxford, a quien por
expreso deseo tuyo tomé a mi
servicio en el verano que pasamos en Goring.
Pero no hace falta que siga poniendo ejemplos
de la extraña Fatalidad
que pareces haber atraído sobre mí en todas
las cosas, grandes o pequeñas.
Me hace sentir a veces como si tú mismo no
hubieras sido más que
una marioneta movida por una mano secreta e
invisible para llevar sucesos
terribles a un terrible desenlace. Pero
también las marionetas tienen
pasiones. Introducen una trama nueva en lo
que presentan, y tuercen el
desenlace ordenado de la vicisitud para
amoldarlo a su capricho o su
apetito. Ser enteramente libre, y al mismo
tiempo enteramente sometida
a ley, es la paradoja eterna de la vida
humana, que a cada momento hacemos
realidad; y a menudo pienso que ésa es la
única explicación posible
de tu naturaleza, si es que los profundos y
terribles misterios de un
alma humana pueden tener explicación, salvo
la que hace que el misterio
sea todavía mas prodigioso.
Por supuesto que tú tenías tus ilusiones,
vivías en ellas de hecho, y a
través de sus nieblas cambiantes y sus velos
de colores lo veías todo
cambiado. Pensabas, lo recuerdo muy bien, que
tu dedicación a mí, con
total abandono de tu familia y vida familiar,
era prueba de tu maravilloso
aprecio hacia mí y de tu gran afecto. Sin
duda a ti te lo parecía. Pero date
cuenta de que conmigo estaban el lujo, la
vida regalada, el placer ilimitado,
el dinero sin tasa. Tu vida familiar te
aburría. El «vino barato y frío de
Salisbury», por emplear una frase de tu
invención, te sabía mal. De mi
lado, y junto con mis atractivos
intelectuales, estaban las ollas de Egipto.
Cuando no me encontrabas a mí, los compañeros
que elegías como sustitutos
no eran como para presumir.
También pensaste que decirle a tu padre en
una carta de abogado que
antes que romper tu amistad eterna conmigo
preferías renunciar a la
asignación anual de 250 libras que, creo que
con deducciones por tus
deudas de Oxford, te estaba pasando por
entonces, era situarse en la caballería
andante de la amistad y pulsar la más noble
nota de abnegación.
Pero la cesión de tu pitanza no significaba
que estuvieras dispuesto a
dejar ni uno solo de tus lujos más superfluos
ni de tus derroches más
innecesarios. Al revés. Tu apetito de lujos
nunca fue mayor. Mis gastos
de ocho días en París contigo y tu criado
italiano sumaron casi 150 libras:
sólo en Paillard se fueron 85. Al tren de
vida que querías llevar, todo
tu estipendio de un año, comiendo solo y
siendo especialmente ahorrativo
en tu selección de los placeres menos
costosos, difícilmente te
habría durado tres semanas. El hecho de haber
renunciado con fingida
bravata a tu asignación, valiera lo que
valiese, te daba al menos una razón
pasable para tu pretensión de vivir a mis
expensas, o lo que a ti te
parecía una razón pasable; y en muchas
ocasiones la esgrimiste seriamente,
y la formulaste con puntos y comas; y el
abuso continuo, principalmente,
claro está, de mí, pero sé que también hasta
cierto punto de tu
madre, nunca fue tan penoso, porque, al menos
en mi caso, nunca fue
más absolutamente desprovisto de la menor
palabra de gratitud ni sentido
de la medida.
Pensaste también que al atacar a tu propio
padre con cartas horribles,
telegramas ofensivos y postales insultantes
estabas realmente librando
batallas por tu madre, sosteniendo su causa y
vengando las ofensas y
sufrimientos, sin duda terribles, de su vida
matrimonial. Fue una total
equivocación por tu parte; y una de las
peores. La manera de vengar las
ofensas de tu padre a tu madre, si lo
considerabas parte de tus deberes
de hijo, hubiera sido ser para tu madre mejor
hijo de lo que eras: no hacer
que le diera miedo hablar contigo de cosas
serias; no firmar facturas
para que ella las pagase; ser más suave con
ella y no causarle penas. Tu
hermano Francis le dio grandes compensaciones
por lo que había sufrido,
con su dulzura y bondad hacia ella en los
breves años de su vida delicada.
Tú deberías haberle tomado por modelo. Te
equivocaste incluso al
imaginar que para tu madre habría sido una
delicia y una dicha absoluta
que a través de mí hubieras conseguido
llevar a tu padre a la cárcel. Estoy
seguro de que te equivocabas. Y si quieres
saber qué es lo que verdaderamente
siente una mujer que tiene a su marido, al
padre de sus hijos,
vestido de presidiario y en una celda de
presidio, escribe a mi mujer y
pregúntaselo. Ella te lo dirá.
También yo tenía mis ilusiones. Pensaba que
la vida iba a ser una comedia
brillante, y tú una de sus muchas figuras
airosas. Descubrí que
era una tragedia repugnante y repelente, y
que la siniestra ocasión de la
gran catástrofe, siniestra por lo concentrado
de su objetivo y la intensidad
de una fuerza de voluntad encogida, eras
precisamente tú, despojado
de aquella máscara de alegría y placer con la
que lo mismo tú que yo
nos habíamos dejado engañar y extraviar.
Ahora podrás entender, ¿no es cierto?, un poco
de lo que estoy sufriendo.
No sé qué periódico, creo que la Pall Mall
Gazette, hablando del ensayo
general de una de mis obras, decía que me
seguías a todas partes como
mi sombra: el recuerdo de nuestra amistad es
la sombra que va conmigo
aquí; que parece no dejarme nunca; que me
despierta por las noches
para contarme una y otra vez la misma
historia, hasta que su reiteración
cansina ahuyenta el sueño hasta el alba; al
alba vuelve a empezar;
me sigue al patio de la cárcel y me hace
hablar solo mientras hago la
ronda; me veo obligado a recordar cada
detalle que acompañó a cada
momento horrible; no hay nada de cuanto
sucedió en esos años infaustos
que no pueda recrear en esa cámara del
cerebro que está reservada al
dolor o a la desesperación; hasta la última
nota forzada de tu voz, hasta
el último temblor y gesto de tus manos
nerviosas, hasta la última palabra
amarga, hasta la última frase venenosa vuelve
a mí; me acuerdo de
la calle o del río por donde pasamos, de la
pared o del bosque que nos
rodeaba, de qué figura hacían en la esfera
las manecillas del reloj, de hacia
dónde iban las alas del viento, de qué forma
y color tenía la luna.
Hay, lo sé, una única respuesta a todo lo que
te he dicho, y es que me
querías; que a lo largo de esos dos años y
medio en que los Hados estuvieron
tejiendo un único dibujo escarlata con los
hilos de nuestras vidas
divididas, realmente me quisiste. Sí; sé que
así fue. No importa cómo te
portases conmigo, siempre sentí que en el
fondo me querías de verdad.
Aunque veía con toda claridad que mi posición
en el mundo del Arte, el
interés que mi personalidad siempre había
suscitado, mi dinero, el lujo
en que vivía, las mil y una cosas que
componían una vida tan encantadora
y prodigiosamente inverosímil como era la
mía, que todas y cada
una de esas cosas eran elementos que te
fascinaban y te hacían aferrarte
a mí, aun así, aparte de todo eso, había algo
mas para ti, una extraña
atracción: me querías mucho más que a nadie.
Pero tú, como yo, has tenido
una terrible tragedia en tu vida, aunque de
signo totalmente contrario
a la mía. ¿Quieres saber qué fue? Fue esto.
En ti el Odio siempre fue
más fuerte que el Amor. Tu odio hacia tu
padre era de tal magnitud que
superaba, anulaba, eclipsaba totalmente tu
amor hacia mí. No hubo lucha
alguna entre ellos, o si la hubo fue poca; de
tales dimensiones era tu
Odio y tan monstruoso. Tú no te dabas cuenta
de que no hay sitio para
las dos pasiones en una misma alma. No pueden
vivir juntas en esa
hermosa mansión. El Amor se alimenta de la
imaginación, que nos hace
más sabios que lo que sabemos, mejores que lo
que sentimos, más nobles
que lo que somos; que nos capacita para ver
la Vida como un todo;
que es lo único que nos permite comprender a
los demás en sus relaciones
así reales como ideales. Sólo lo bello, y
bellamente concebido, alimenta
el Amor. Pero el Odio se nutre de cualquier
cosa. No hubo copa de
champán que bebieras, no hubo plato exquisito
que comieras en todos
esos años, que no alimentara tu Odio y lo
cebara. Para satisfacerlo jugaste
con mi vida, lo mismo que jugabas con mi
dinero, al desgaire, sin
freno, indiferente a las consecuencias. Si
perdías, pensabas que la pérdida
no sería tuya. Si ganabas, sabías que tuyos
serían el júbilo y las ventajas
de la victoria.
El Odio ciega. Tú no te dabas cuenta de eso.
El Amor alcanza a leer lo
escrito en la estrella más remota, pero el
Odio te cegó de tal modo que no
veías más allá del jardín angosto, tapiado y
ya marchito de tus deseos
vulgares. Tu terrible falta de imaginación,
el único defecto realmente fatídico
de tu carácter, era enteramente resultado del
Odio que vivía en ti.
Sutilmente, en silencio y en secreto, el Odio
iba royendo tu naturaleza,
como muerde el liquen la raíz de una planta
ajada, hasta que llegaste a
no ver otra cosa que los intereses más ruines
y los objetivos más mezquinos.
Esa facultad que el Amor habría alentado en
ti, el Odio la envenenó
y paralizó. Cuando tu padre empezó a atacarme
fue como amigo
tuyo particular, y en una carta particular
dirigida a ti. Tan pronto como
leí esa carta, con sus amenazas obscenas y
sus violencias groseras, vi de
inmediato que un peligro terrible se cernía
en el horizonte de mis agitados
días; te dije que no quería ser la cabeza de
turco entre vosotros dos,
con vuestro odio inveterado; que yo en
Londres era naturalmente una
presa mucho mayor para él que un ministro de
Asuntos Exteriores en
Homburg; que sería injusto conmigo colocarme
aunque sólo fuera por un
instante en semejante posición; y que tenía
mejores cosas que hacer en
la vida que aguantar escenas con un hombre
borracho, déclassé y medio
idiota como él. No hubo manera de hacértelo
ver. El Odio te cegaba. Te
empeñaste en que la pelea realmente no tenía
nada que ver conmigo; en
que no ibas a tolerar que tu padre mandase en
tus amistades particulares;
en que sería muy injusto que yo interviniera.
Ya antes de verme por
ese motivo le habías enviado a tu padre un
telegrama necio y vulgar a
guisa de respuesta. Con eso, claro está, te
condenabas a seguir un rumbo
necio y vulgar. Los errores fatales de la
vida no se deben a que seamos
insensatos: un momento de insensatez puede
ser nuestro mejor
momento. Se deben a que somos lógicos. Hay
una gran diferencia. Ese
telegrama condicionó a partir de ahí todas
tus relaciones con tu padre, y
por consiguiente toda mi vida. Y lo grotesco
es que era un telegrama del
que el más vulgar galopín se habría
avergonzado. De los telegramas insolentes
se pasó con toda naturalidad a las cartas de
abogado presuntuosas,
y el resultado de tus cartas de abogado a tu
padre fue, claro está,
espolearle todavía más. No le dejaste otra
alternativa que seguir. Le impusiste
como cuestión de honor, de deshonor mas bien,
que tu acción
surtiera efectos aún mayores. Así que a la
vez siguiente me ataca a mí,
ya no en carta particular y como amigo tuyo
particular, sino en público y
como hombre público. Tengo que echarle de mi
casa. Va buscándome de
restaurante en restaurante, para insultarme
ante la faz del mundo, y de
tal modo que el replicar fuera mi ruina, y el
no replicar fuera mi ruina
también. ¿No fue ése el momento en que tú
deberías haber dado un paso
al frente para decir que antes que exponerme
a tan odiosos ataques, a
tan infame persecución por tu causa, de buen
grado y al momento renunciabas
a todo título sobre mi amistad? Ahora será
eso lo que pienses,
me figuro. Pero entonces ni se te pasó por la
cabeza. El Odio te cegaba.
Lo único que se te ocurrió (aparte,
naturalmente, de escribirle cartas y
telegramas insultantes) fue comprar una
pistola ridícula que se dispara
en el Berkeley en circunstancias que desatan
un escándalo mayor de
cuantos llegaran nunca a tus oídos. En
realidad, la idea de ser el objeto
de una disputa terrible entre tu padre y un
hombre de mi posición parecía
deleitarte. Halagaba tu vanidad, supongo que
con toda lógica, y acrecentaba
tu importancia ante ti mismo. Que tu padre se
hubiera llevado
tu cuerpo, que a mí no me interesaba, y me
hubiera dejado tu alma, que
no le interesaba a él, habría sido para ti
una solución lamentable del litigio.
Olfateaste la ocasión de un escándalo público
y corriste a ella. La
perspectiva de una batalla en la que tú
estarías a salvo te entusiasmó.
No recuerdo haberte visto nunca de mejor
humor que el que mostraste
en el resto de aquella temporada. Tu única
decepción pareció ser que al
final no pasó nada, y que entre nosotros no
hubo más encuentro ni alboroto.
Te consolaste enviándole telegramas de tal
carácter, que al cabo el
desgraciado te escribió diciendo que había
dado orden a sus criados de
que no le pasaran ningún telegrama bajo
ningún pretexto. Eso no te
arredró. Viste las inmensas oportunidades que
brindaba la tarjeta postal
abierta, y las explotaste a fondo. Le
aguijoneaste aún más en la persecución
de su presa. Yo no creo que él tampoco la
hubiera dejado. Los instintos
de la familia eran fuertes en él. Su odio
hacia ti era tan persistente
como el tuyo hacia él, y yo era el buey de
cabestrillo para los dos, y un
modo de ataque a la vez que un modo de
protección. Su mismo afán de
notoriedad no era simplemente individual,
sino racial. De todos modos, si
su interés hubiera flaqueado por un momento,
tus cartas y postales lo
habrían vuelto en seguida a su antiguo ardor.
Eso hicieron, y él lógicamente
fue más lejos aún. Tras haberme acometido
como caballero particular
y en privado, como hombre público y en
público, al cabo decide
lanzar su gran ataque final contra mí como
artista, y en el lugar donde
mi Arte se está representando. Se procura por
medios fraudulentos una
butaca para el estreno de una de mis obras, y
trama un plan para interrumpir
la representación, hacer un sucio discurso
sobre mí ante el público,
insultar a mis actores, arrojarme proyectiles
ofensivos o indecentes
cuando salga a saludar al final, arruinarme
totalmente de alguna manera
asquerosa a través de mi trabajo. Por puro
azar, en la sinceridad breve y
accidental de una ebriedad mayor de lo
habitual, alardea de su intención
públicamente. Se informa a la policía, y se
impide su entrada en el teatro.
Tú tuviste entonces tu oportunidad. Tu
oportunidad fue ésa. ¿No te
das cuenta ahora de que deberías haberla
visto, y haberte adelantado a
decir que no querías que mi Arte, a lo menos,
se perdiera por ti? Tú sabías
lo que mi Arte era para mí, la gran nota
fundamental con que me
había revelado, en primer lugar ante mí
mismo, y después ante el mundo;
la verdadera pasión de mi vida; el amor
frente al que todos los demás
amores eran como agua de pantano al vino
tinto, o la luciérnaga del
pantano al mágico espejo de la luna. ¿No
comprendes ahora que tu falta
de imaginación era el único defecto realmente
fatídico de tu carácter? Lo
que tuviste que hacer era muy sencillo, y lo
tenías muy claro ante ti, pero
el Odio te había cegado y no veías nada. Yo
no podía pedir excusas a tu
padre porque él llevara casi nueve meses
insultándome y persiguiéndome
de la manera más aborrecible. No podía
sacarte de mi vida. Lo había intentado
una y otra vez. Había llegado incluso a dejar
Inglaterra y marcharme
al extranjero con la esperanza de escapar de
ti. Nada había servido
de nada. Tú eras la única persona que podía
hacer algo. La clave de
la situación estaba enteramente en ti. Fue la
gran oportunidad que tuviste
de darme alguna pequeña compensación por todo
el amor, el afecto,
la bondad, la generosidad y los desvelos que
yo te había mostrado. Si me
hubieras apreciado en la décima parte de mi
valor como artista lo habrías
hecho. Pero el Odio te cegaba. La facultad
«que es lo único que nos
permite comprender a los demás en sus
relaciones así reales como ideales
» estaba muerta en ti. No pensabas más que en
la manera de llevar a
tu padre a la cárcel. Verle «en el
banquillo», como solías decir: ésa era tu
única idea. Esa frase vino a ser uno de los
muchos estribillos de tu conversación
diaria. Se la oía en todas las comidas. Bien,
pues viste satisfecho
tu deseo. El Odio te concedió todo lo que
querías. Fue un Señor indulgente
contigo. Lo es, en efecto, con todos los que
le sirven. Dos días te
sentaste en un asiento elevado con los
guardias, y te regalaste los ojos
con el espectáculo de tu padre en el
banquillo del Tribunal Central de lo
Criminal. Y al tercer día yo ocupé su lugar.
¿Qué había pasado? Que en
el espantoso juego de odio que os traíais,
los dos habíais echado mi alma
a los dados, y casualmente habías perdido tú.
Nada más.
Ya ves que tengo que escribir tu vida para
ti, y tú tienes que comprenderla.
Hace ahora más de cuatro años que nos
conocemos. La mitad de
ese tiempo hemos estado juntos; la otra mitad
yo he tenido que pasarla
en la cárcel como resultado de nuestra
amistad. Dónde recibirás esta
carta, si es que te llega, no lo sé. Roma,
Nápoles, París, Venecia, alguna
hermosa ciudad sobre mar o río, no lo dudo,
te acoge. Estás rodeado, si
no de todo el lujo inútil que tuviste
conmigo, por lo menos de todo lo que
es placentero a la vista, al oído y al gusto.
La Vida es muy bella para ti. Y
sin embargo, si eres sabio, y quieres
encontrar la Vida aún mucho más
bella, y de otra manera, dejarás que la
lectura de esta carta terrible -
porque sé que eso signifique una crisis y un
punto de inflexión tan importante
para tu vida como escribirla lo es para mí.
Tu cara pálida solía
sonrojarse fácilmente con el vino o el
placer. Si, mientras lees lo que aquí
está escrito, de tanto en tanto te arde de
vergüenza como al calor de un
horno, tanto mejor será para ti. El vicio
supremo es la superficialidad.
Todo lo que se comprende está bien.
Ya he llegado a la prisión preventiva,
¿verdad? Tras pasar una noche en
la comisaría me mandan allí en un coche
celular. Tú estuviste de lo mas
atento y amable. Casi todas las tardes, si no
todas las tardes hasta que
te fuiste al extranjero, te tomaste la
molestia de ir a Holloway a verme.
También escribías unas cartas muy dulces y
cariñosas. Pero que no era
tu padre sino tú quien me había metido en la
cárcel, que desde el principio
hasta el final tú eras el responsable, que si
estaba allí era a causa de
ti, por ti y por obra tuya, eso no lo
pensaste ni por un momento. Ni siquiera
el espectáculo de verme tras los barrotes de
una jaula de madera
pudo espabilar esa naturaleza sin
imaginación. Tenías la conmiseración
y el sentimentalismo del espectador de un
drama más bien patético. Que
tú fueras el autor de la abominable tragedia
ni se te ocurrió. Yo vi que no
te dabas cuenta de nada de lo que habías
hecho. No quise ser yo el que
te dijera lo que tu propio corazón debería
haberte dicho, lo que en verdad
te habría dicho si no hubieras dejado que el
Odio lo endureciera y lo insensibilizara.
Todo le tiene a uno que venir de su propia
naturaleza. De
nada vale decirle a nadie algo que no siente
y no puede entender. Si ahora
te escribo como lo hago es porque tu propio
silencio y comportamiento
durante mi larga prisión lo han hecho
necesario. Además, de tal modo
salieron las cosas que el golpe sólo me
alcanzó a mí. Eso me agradó. Por
muchas razones aceptaba sufrir, aunque
siempre hubiera a mis ojos,
cuando te miraba, algo no poco despreciable
en tu completa y testaruda
ceguera. Recuerdo que me enseñaste rebosante
de orgullo una carta sobre
mí que habías publicado en uno de los
periódicos populacheros. Era
un escrito muy prudente, moderado, vulgar
incluso. Apelabas al «sentido
inglés de la equidad», o algo así de horrendo, en favor de «un hombre caído
». Era el
tipo de carta que podrías haber escrito si se hubiera presentado
una acusación dolorosa contra alguna persona
respetable a la que
personalmente no conocieras de nada. Pero a
ti te parecía una carta maravillosa.
La veías como una demostración de
caballerosidad casi quijotesca.
Estoy enterado de que escribiste otras cartas
a otros periódicos,
que no las publicaron. Pero eran únicamente
para decir que odiabas a tu
padre. A nadie le importaba que le odiaras o
no. El Odio, aún tienes que
aprenderlo, es, intelectualmente considerado,
la Negación Eterna. Considerado
desde el punto de vista de las emociones es
una forma de Atrofia,
y mata todo lo que no sea él mismo. Escribir
a los periódicos para decir
que uno odia a otra persona es como si uno
escribiera a los periódicos
para decir que tiene una enfermedad secreta y
vergonzosa: el hecho de
que el hombre al que odiabas fuera tu propio
padre, y que ese sentimiento
fuera plenamente correspondido, no hacía tu
Odio noble ni hermoso
en modo alguno. Si algo demostraba, era
sencillamente que se
trataba de una enfermedad hereditaria.
Recuerdo también, cuando se embargó mi casa y
se pusieron en venta
mis libros y mis muebles, y la quiebra era
inminente, que lógicamente te
escribí diciéndotelo. No hice mención de que
era para pagar unos regalos
que te había hecho para lo que los alguaciles
habían entrado en la casa
donde tantas veces cenaste. Pensé, con razón
o sin ella, que esa noticia
podría herirte un poco. Me limité a contarte
los hechos escuetos. Creí
oportuno que los conocieras. Me respondiste
desde Boulogne en tonos
casi de exultación lírica. Decías que sabías
que tu padre estaba «muy alcanzado
de dinero», y había tenido que pedir 1.500
libras para los gastos
del proceso, y que mi quiebra era realmente
un «triunfo espléndido» sobre
él, ¡porque así no podría sacarme nada de las
costas! ¿Te das cuenta
ahora de lo que es que el Odio ciegue a una
persona? ¿Reconoces ahora
que al describirlo como una Atrofia
destructora de todo lo que no sea él
mismo estaba describiendo científicamente un
hecho psicológico real?
Que todas mis cosas bonitas hubieran de
venderse: mis dibujos de Burne
Jones; mis dibujos de Whistler; mi Monticelli;
mis Simeon Solomons;
mis porcelanas; mi biblioteca con su
colección de volúmenes dedicados
de casi todos los poetas de mi tiempo, de
Hugo a Whitman, de Swinburne
a Mallarmé, de Morris a Verlaine; con sus
ediciones bellamente encuadernadas
de las obras de mi padre y de mi madre; su
maravilloso despliegue
de premios de la universidad y del colegio,
sus éditions de luxe y
demás cosas, todo eso para ti no era
absolutamente nada. Decías que era
un fastidio: nada más. Lo que realmente veías
en ello era la posibilidad
de que tu padre pudiera acabar perdiendo unos
pocos centenares de libras,
y esa consideración ruin te colmó de extática
dicha. En cuanto a
las costas del juicio, tal vez te interese
saber que tu padre declaró abiertamente
en el Orleans Club que si le hubiera costado
20.000 libras las
habría dado por muy bien empleadas, por lo
mucho que había significado
para él de deleite, disfrute y triunfo. El
hecho de que pudiera no sólo
meterme en la cárcel por dos años, sino
sacarme una tarde para hacerme
públicamente insolvente, fue un
extrarrefinamiento de placer con el que
no contaba. Fue el punto culminante de mi
humillación, y de su victoria
perfecta y total. Si tu padre no hubiera
podido pedirme las costas, tú, lo
sé perfectamente, al menos de palabra te
habrías mostrado muy apenado
por la pérdida de mi entera biblioteca,
pérdida irreparable para un hombre
de letras, de mis pérdidas materiales la más
penosa para mí. Podrías
incluso, recordando las cantidades de dinero
que yo me había gastado en
ti pródigamente y cómo habías vivido a mi
costa durante años, haberte
tomado la molestia de comprar para mí algunos
de mis libros. Los mejores
se dieron todos por menos de 150 libras: más
o menos lo que yo
gastaba en ti en una semana cualquiera. Pero
el mezquino y vil placer de
pensar que a tu padre le fueran a faltar unos
peniques del bolsillo te hizo
olvidarte de lo que habría podido ser una
pequeña compensación, tan leve,
tan fácil, tan barata, tan obvia, y para mí
tan infinitamente valiosa, si
la hubieras hecho. ¿Tengo razón al decir que
el Odio ciega? ¿Lo ves ahora?
Si no lo ves, haz un esfuerzo.
Con qué claridad lo vi yo entonces, como
ahora, no hace falta que te lo
diga. Pero a mí mismo me dije: «A toda costa tengo que conservar el Amor
en mi corazón. Si voy a la cárcel sin Amor, ¿quesera de mi Alma?». Las
cartas que te escribía en aquella época desde
Holloway eran mis intentos
de conservar el Amor como nota dominante de
mi naturaleza. Podía, si
hubiera querido, haberte hecho pedazos con
reproches amargos. Podía
haberte desgarrado con maldiciones. Podía
haberte puesto un espejo, y
haberte mostrado una imagen tal de ti mismo
que no la habrías reconocido
como tuya hasta verla remedar tus gestos de horror,
y entonces habrías
sabido de quién era figura, y la habrías
aborrecido y te habrías
aborrecido para siempre. Y más que eso. Se
estaban cargando los pecados
de otro a mi cuenta. De haber querido, en uno
u otro de los juicios
podría haberme salvado a su costa, no de la
vergüenza, no, pero sí de la
prisión. Si me hubiera molestado en mostrar
que los testigos de la Corona
-los tres más importantes- habían sido
cuidadosamente preparados
por tu padre y sus abogados, no sólo en sus
reticencias, sino en sus
afirmaciones, para la absoluta transferencia,
deliberada, planeada y ensayada,
de las acciones y andanzas de otro sobre mí,
podría haberles hecho
recusar por el juez uno a uno, más
sumariamente incluso que lo fue
el pobre y perjuro Atkins. Podía haber salido
del juzgado riéndome del
mundo, libre, con las manos en los bolsillos.
Se me sometió a la mayor
presión para que lo hiciera. Me aconsejaron,
me rogaron, me instaron
encarecidamente a hacerlo personas cuyo único
interés era mi bienestar
y el bienestar de mi casa. Pero me negué. No
quise. No he lamentado mi
decisión ni un solo instante, ni en los
momentos más amargos de mi encarcelamiento.
Ese comportamiento habría estado por debajo
de mí. Los
pecados de la carne no son nada. Son
enfermedades para que las cure
un médico, si es que hay que curarlas. Sólo
los pecados del alma son
vergonzosos. Haber conseguido mi absolución
por esos medios habría sido
una tortura para toda mi vida. Pero ¿tú crees
realmente que eras digno
del amor que yo entonces te mostraba, o que
yo ni por un instante
pensé que lo fueras? ¿Tú crees realmente que
en algún período de nuestra
amistad fuiste digno del amor que te mostré,
ni que por un instante
pensé que lo fueras? Yo sabía que no lo eras.
Pero el Amor no trafica en
un mercado, ni usa balanza de mercachifle. Su
dicha, como la dicha del
intelecto, es sentirse vivo. El objetivo del
Amor es amar: ni más ni menos.
Tú eras mi enemigo: un enemigo como no ha
tenido ningún hombre. Yo
te había dado mi vida, y para satisfacer las
más bajas y despreciables de
todas las pasiones humanas, el Odio, la
Vanidad y la Codicia, tú la habías
tirado. En menos de tres años me habías
arruinado completamente
desde todos los puntos de vista. Por mi
propio bien lo único que podía
hacer era amarte. Sabía que, si me permitía
odiarte, en el seco desierto
de la existencia que tenía que cruzar, y que
aún estoy cruzando, no habría
peña que no perdiera su sombra, ni palmera
que no se secara, ni
pozo o agua que no viniera envenenada.
¿Empiezas ahora a comprender
un poco? ¿Va despertando tu imaginación del
prolongado letargo en que
ha estado sumida? Sabes ya lo que es el Odio.
¿Empiezas a barruntar lo
que es el Amor, y cómo es el Amor? No es
demasiado tarde para que lo
aprendas, aunque para enseñártelo haya tenido
yo que ir a una celda de
presidio.
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí
de presidiario y la puerta de
la cárcel se cerró, me quedé así, entre las
ruinas de mi vida maravillosa,
aplastado por la angustia, desatinado por el
terror, aturdido por el sufrimiento.
Pero no quise odiarte. Todos los días me
decía: «Hoy tengo que
conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?».
Me recordaba que, al menos, no habías querido
hacerme daño; me obligué
a pensar que lo único que habías hecho era
tender un arco a la
ventura, y la flecha había atravesado a un
rey entre las juntas del arnés.
Haberte puesto en la balanza con la más
pequeña de mis penas, la más
mezquina de mis pérdidas, habría sido,
pensaba, injusto. Resolví mirarte
como a alguien que también sufría. Me forcé a
creer que al fin se había
caído la venda de tus ojos, tanto tiempo
ciegos. Me imaginaba, con dolor,
cuál habría sido tu espanto cuando
contemplaste la obra terrible de tus
manos. Hubo momentos, incluso en aquellos
días oscuros, los más oscuros
de toda mi vida, en que hasta anhelé
consolarte. Tan seguro estaba
de que por fin te habías dado cuenta de lo
que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener
el vicio supremo, la superficialidad.
De hecho, fue un verdadero dolor para mí
tener que comunicarte
que debía reservar forzosamente mi primera
oportunidad de recibir
carta para asuntos familiares; pero mi cuñado
me había escrito diciendo
que con una sola vez que escribiera a mi
mujer, ella, por mí y por
nuestros hijos, renunciaría a pedir el
divorcio. Sentí que ése era mi deber.
Dejando aparte otras razones, no podía
soportar la idea de que me
separasen de Cyril, mi hermoso, amante y
amable hijo, mi amigo sobre
todos los amigos, mi compañero sobre todos los
compañeros, del que un
solo cabello de su cabecita de oro me habría
sido más caro y valioso, no
diré que tú de la cabeza a los pies, sino que
toda la crisolita del mundo
entero; como siempre lo había sido, aunque yo
llegué a entenderlo demasiado
tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve
noticias tuyas. Robert Sherard,
el mas valiente y caballeroso de todos los
seres brillantes, me viene
a ver, y entre otras cosas me dice que en el
ridículo Mercure de France,
con su absurda afectación de ser el verdadero
centro de la corrupción literaria,
estás a punto de publicar un artículo sobre
mí con muestras de
mis cartas. Me pregunta si es realmente por
deseo mío. Yo me quedé estupefacto,
y muy contrariado, y di orden de parar
aquello inmediatamente.
Habías dejado mis cartas por medio para que
las robaran tus
compañeros chantajistas, para que las
escamoteara el servicio de los
hoteles, para que las vendieran las criadas.
Eso no era más que descuido
y falta de apreciación de lo que yo te
escribía. Pero que te propusieras seriamente
publicar extractos del resto me pareció casi
increíble. ¿Y qué
cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la
primera noticia que tuve de
ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían
presentado en la cárcel los
abogados de tu padre, y me entregaron
personalmente una notificación
de fallido por unas miserables 700 libras, el
importe de sus costas. Fui
declarado insolvente público y se me ordenó
comparecer ante el juez. Yo
estaba firmemente convencido, y lo sigo
estando, y volveré sobre ese tema,
de que esas costas las debería haber pagado
tu familia. Tú personalmente
habías asumido la responsabilidad de afirmar
que tu familia
las pagaría. Por eso el abogado tomó el caso
como lo tomó. La responsabilidad
era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso
en nombre de la
familia, tenías que haber sentido que eras tú
el que había atraído sobre
mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer
era ahorrarme la ignominia
añadida de la quiebra por una suma
absolutamente despreciable,
menos de la mitad de lo que me había gastado
en ti en tres cortos meses
de verano en Goring. Pero de eso no hablemos
más por ahora. Sí que recibí
por medio del pasante, lo reconozco, un
mensaje tuyo sobre el
asunto, o por lo menos relacionado con la
ocasión. El día que vino a tomar
mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa
-estábamos en presencia
del vigilante-, y, luego de consultar un
papel que sacó del bolsillo, me
dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de-Lys
le envía sus recuerdos». Yo me
le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo
no le entendía. «El caballero
está en estos momentos en el extranjero»,
añadió misteriosamente. Entonces
caí de golpe, y recuerdo que, por primera y
última vez en toda mi
vida de presidio, solté la carcajada. En esa
carcajada iba todo el desprecio
del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y
los hechos subsiguientes
me demostrarían que había visto bien- que
nada de lo ocurrido te había
hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos
seguías siendo el príncipe
gentil de una comedia trivial, no la figura
sombría de un espectáculo trágico.
Todo lo que había pasado no era mas que una
pluma para la gorra
que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno
para el jubón que
oculta un corazón que el Odio, y el Odio
solamente, calienta, y que el
Amor, y el Amor solamente, encuentra frío.
¡Príncipe Fleur-de-Lys! Sin
duda hacías muy bien en comunicarte conmigo
bajo nombre supuesto.
Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre
alguno. En la vasta prisión
donde entonces estaba encarcelado, no era más
que el número y la letra
de una pequeña celda de una larga galería,
uno entre mil números sin
vida, como entre mil vidas sin vida. Pero
seguramente habría muchos
nombres de verdad en la historia de verdad
que te habrían cuadrado
mucho mejor, y con los que no me habría sido
nada difícil reconocerte al
instante. No se me ocurrió buscarte tras las
lentejuelas de una visera de
pacotilla sólo apta para una mascarada cómica.
¡Ah, si tu alma hubiera
estado como para su propia perfección,
incluso debería haber estado lacerada
de pena, doblegada por el remordimiento y
humillada por la aflicción,
no habría sido ése el disfraz escogido para
entrar a su sombra en la
Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida
son lo que parecen, y por
esa razón, por extraño que te resulte, a
menudo son difíciles de interpretar.
Pero las cosas pequeñas de la vida son
símbolos. Por ellas es como
mejor recibimos las lecciones amargas. Tu
elección aparentemente
casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá
siendo, simbólica. Te revela.
Seis semanas después llega una tercera
noticia. Me sacan de la enfermería,
donde estaba en cama muy enfermo, para
recibir un mensaje especial
de ti por mediación del director de la
prisión. Él me lee una carta
que le habías dirigido, donde afirmabas que
te proponías publicar un artículo
«sobre el caso del señor Oscar Wilde» en el Mercure de France («revista
», añadías no se sabe por qué razón, «que es
el equivalente de nuestra
Fortnightly Reviera») y tenías mucho interés en obtener mi permiso
para publicar extractos y selecciones de...
¿qué cartas? ¡Las cartas que
yo te había escrito desde Holloway! ¡Las cartas
que para ti deberían haber
sido lo más sagrado y lo más secreto del
mundo entero! ¡Ésas eran
las cartas que querías publicar para asombro
del ajado décadent, para
chismorreo del voraz feuilletoniste, para
estupefacción de los personajillos
del Quartier Latin! Si en tu corazón no había nada
que clamase contra
un sacrilegio tan grosero, podías haberte
acordado al menos del soneto
que escribiera quien con tanta pena y
desprecio vio vender en Londres,
en pública subasta, las cartas de John Keats,
y haber entendido al
cabo el auténtico sentido de mis versos:
I think they love not Art
Who break the crystal of a poet's heart
Those small and sickly eyes may glare or gloat.
[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen
el cristal del corazón de un poeta /
para deleite de ojos ruines y enfermizos.]
Porque ¿qué querías demostrar con ese
artículo? ¿Que yo te había querido
demasiado? El gamin de París
ya lo sabía. Todos leen los periódicos,
y casi todos escriben en ellos. ¿Que yo era
un hombre genial? Los franceses
lo habían entendido, y la peculiar calidad de
mi genio, mucho mejor
que lo entendías tú, o podías entenderlo.
¿Que la genialidad se acompaña
con frecuencia de un curioso retorcimiento de
la pasión y el deseo?
Admirable: pero ese tema hubiera sido más
propio de Lombroso que de
ti. Además, el fenómeno patológico en
cuestión se encuentra también
entre los que carecen de genialidad. ¿Que en
tu guerra de odio con tu
padre yo fui a la vez escudo y arma para los
dos? Más aún, ¿que en esa
caza atroz de mi vida que tuvo lugar una vez
acabada la guerra él no me
habría podido dar alcance si no estuvieran ya
tus redes tendidas a mis
pies? Totalmente cierto; pero me dicen que
eso ya lo había hecho Henri
Bauér la mar de bien. Además, para corroborar
su tesis, si tal hubiera
sido tu intención, no te hacía falta publicar
mis cartas; por lo menos las
escritas desde Holloway.
¿Dirás, en respuesta a mis preguntas, que en
una de las cartas de Holloway
yo mismo te había pedido que intentaras,
hasta donde fuera posible,
limpiar un poco mi nombre ante alguna pequeña
porción del mundo?
Ciertamente lo hice. Recuerda cómo y por qué
estoy aquí, en este
mismo momento. ¿Crees que estoy aquí por mis
relaciones con los testigos
del juicio? Mis relaciones, reales o supuestas,
con esa clase de gente
no eran materia de interés ni para el
gobierno ni para la sociedad. No sabían
nada de ellas, y menos aún les importaban.
Estoy aquí por haber
intentado llevar a la cárcel a tu padre. El
intento fracasó, por supuesto.
Mis propios abogados tiraron la toalla. Tu
padre me volvió completamente
las tornas, y me llevó a la cárcel a mí, y aún me
tiene en ella. Por
eso se me escarnece. Por eso se me desprecia.
Por eso tengo que cumplir
hasta el último día, hasta la última hora,
hasta el último minuto de mi
terrible reclusión. Por eso se han denegado
mis apelaciones.
Tú eras la única persona que, sin exponerte
de ninguna manera a escarnio
ni peligro ni culpa, podría haber dado otro
color a todo el asunto;
haber puesto la cuestión bajo otra luz; haber
mostrado hasta cierto
punto cómo eran las cosas en realidad. Yo,
por supuesto, no habría esperado,
ni deseado, que declarases cómo y con qué fin
habías buscado
mi ayuda cuando tu apuro de Oxford; ni cómo,
ni con qué fin, si es que
algún fin tenías, prácticamente no te habías
despegado de mí durante
casi tres años. Mis intentos incesantes de
cortar una amistad que era tan
ruinosa para mí como artista, como hombre de
posición, como miembro
de la sociedad incluso, no tenían por qué
haber sido relatados con la
precisión con que aquí se han consignado.
Tampoco hubiera querido que
describieras las escenas que hacías con tan
monótona reiteración; ni que
dieras a la imprenta tus maravillosas series
de telegramas, con su extraña
mezcla de romance y finanzas; ni que citaras
de tus cartas los pasajes
mas repugnantes o despiadados, como yo he
tenido que hacer. Aun así,
pensé que habría sido bueno, para ti y para
mí, que elevaras alguna
protesta contra la versión que daba tu padre
de nuestra amistad, no menos
grotesca que venenosa, y tan absurda en lo
tocante a ti como
deshonrosa en lo tocante a mí. Esa versión ha
pasado ya a la historia seria:
se cita, se cree y se relata; el predicador
ha hecho de ella su texto, y
el moralista su tema baldío; y yo, que
hablaba a todas las edades, he tenido
que aceptar mi veredicto de un monicaco y
bufón. He dicho en esta
carta, y reconozco que con cierta acritud,
que tal es la ironía de las cosas,
que tu padre vivirá para ser el héroe de un
opúsculo de catequesis;
que a ti se te colocará al lado del niño
Samuel, y que mi sitio estará entre
Gilles de Retz y el marqués de Sade. Me
atrevo a decir que más vale así.
No quiero quejarme. Una de las muchas
lecciones que se aprenden en la
cárcel es que las cosas son lo que son, y
serán lo que hayan de ser. Tampoco
dudo que el leproso del medievalismo y el
autor de Justine serán
mejor compañía que Sandford y Merton.
Pero en el momento en que te escribí pensaba
que para ti y para mí sería
bueno, sería propio, sería acertado no aceptar
la historia que tu padre
había presentado a través de sus abogados
para edificación de un mundo
filisteo, y por eso te pedí que pensaras y
escribieras algo que se acercara
más a la verdad. Por lo menos habría sido
mejor para ti que garabatear
para los periódicos franceses sobre la vida
doméstica de tus padres.
¿Qué les importaba a los franceses que tus
padres hubieran sido o
no felices en su vida doméstica? No se
concibe un tema que menos les
pudiera interesar. Lo que sí les interesaba
era cómo un artista de mi distinción,
que por la escuela y movimiento que encarnaba
había ejercido
una influencia marcada en la dirección del
pensamiento francés, podía,
tras llevar semejante vida, iniciar semejante
acción. Si para tu artículo
hubieras propuesto publicar las cartas, me
temo que incontables, en las
que te había hablado de la ruina que estabas
acarreando a mi vida, de la
locura de los estados de ira que estabas
dejando que te dominaran con
daño tuyo y mío, y de mi deseo, más aún, mi
determinación de poner fin
a una amistad tan funesta para mí en todos
los aspectos, yo lo habría
entendido, aunque no habría permitido que
tales cartas se publicaran;
cuando los abogados de tu padre, queriendo
sorprenderme en contradicción,
presentaron de pronto ante el tribunal una
carta mía que te había
escrito en marzo del 93, donde afirmaba que
antes que soportar una repetición
de las detestables escenas que parecían darte
tan terrible placer
consentiría de grado en ser «chantajeado por
todos los renters de
Londres
», fue para mí un dolor muy real que ese lado
de mi amistad contigo
fuera incidentalmente revelado a la mirada
del vulgo; pero el que tú fueras
tan tardo en ver, tan carente de toda
sensibilidad, y tan falto de
apreciación de lo raro, lo delicado y lo
hermoso, como para tú mismo
proponer la publicación de las cartas en las
que, y con las que, yo intentaba
mantener vivos el espíritu y el alma mismos
del Amor, para que
pudiera habitar en mi cuerpo a través de los
largos años de humillación
de ese cuerpo: eso fue, y sigue siendo para
mí, causa del dolor más profundo,
del desengaño más lacerante. Por qué lo
hiciste, temo saberlo demasiado
bien. Si el Odio cegó tus ojos, la Vanidad te
cosió los párpados
con hilos de hierro. La facultad «que es lo
único que nos permite comprender
a los demás en sus relaciones así reales como
ideales», tu egotismo
estrecho la había embotado, y el largo desuso
la había inutilizado.
La imaginación estaba tan encarcelada como yo.
La Vanidad había
puesto barrotes en las ventanas, y el
carcelero se llamaba Odio.
Todo esto tuvo lugar en la primera quincena
de noviembre del año antepasado.
Un gran río de vida fluye entre ti y una
fecha tan distante.
Apenas o nada puedes ver a través de un
desierto tan ancho. Pero a mí
me parece como si hubiera sido, no diré ayer,
sino hoy. El sufrimiento es
un único momento largo. No lo podemos dividir
en estaciones. Sólo podemos
registrar sus modos y anotar su retorno. Para
nosotros el tiempo
en sí no avanza. Gira. Parece dar vueltas en
torno a un único centro de
dolor. La inmovilidad paralizante de una vida
regulada en cada una de
sus circunstancias según un patrón
invariable, de forma que comemos y
bebemos, caminamos y nos acostamos y rezamos,
o por lo menos nos
arrodillamos en oración, conforme a las leyes
inflexibles de una fórmula
de hierro: esa inmovilidad, que hace que cada
día terrible sea igual a los
demás hasta en el menor detalle, parece
comunicarse a aquellas fuerzas
externas cuya esencia misma es el cambio
incesante. De la época de la
siembra o de la recolección, de los segadores
que se doblan sobre la mies
o los vendimiadores que serpean entre las
viñas, de la hierba del huerto
blanqueada de capullos rotos o salpicada de
frutos caídos, no sabemos
nada, ni podemos saber nada. Para nosotros
sólo hay una estación, la
estación del Dolor. Es como si hasta el sol y
la luna nos hubieran quitado.
Afuera el día podrá ser azul y oro, pero la
luz que se filtra por el grueso
vidrio del ventanuco enrejado que tenemos
encima es gris y miserable.
En la celda siempre es atardecer, como en el
corazón es siempre medianoche.
Y en la esfera del pensamiento, no menos que
en la esfera del
tiempo, ya no hay movimiento. Aquello que tú
personalmente habrás olvidado
hace mucho tiempo, o puedes olvidar con
facilidad, a mí me está
pasando ahora, y mañana me volverá a pasar.
Acuérdate de esto, y podrás
comprender un poco el porqué de que te escriba,
y te escriba de
esta manera.
Una semana después me trasladan aquí. Pasan
otros tres meses y mi
madre se muere. Tú sabías, nadie mejor, lo
mucho que yo la quería y la
veneraba. Su muerte fue tan terrible para mí
que yo, que en tiempos fuera
señor del lenguaje, no tengo palabras con que
expresar mi angustia y
mi vergüenza. Nunca, ni en los días más
perfectos de mi desarrollo como
artista, pude tener palabras dignas con que
llevar una carga tan augusta,
ni acompañar con suficiente majestad de
música el purpúreo cortejo
de mi pena incomunicable. Ella y mi padre me
habían legado un nombre
que ellos habían ennoblecido y honrado no
sólo en la Literatura, el Arte,
la Arqueología y la Ciencia, sino en la
historia pública de mi propio país y
en su evolución como nación. Yo había
manchado ese nombre eternamente.
Había hecho de él un mote bajo entre gente
baja. Lo había arrastrado
por el mismísimo fango. Lo había entregado a
bestias para que lo
bestializaran, y a necios para que lo
hicieran sinónimo de necedad. Lo
que entonces sufrí, y sufro aún, no hay pluma
que lo escriba ni papel
que lo registre. Mi mujer, que por entonces
era buena y cariñosa conmigo,
por que yo no oyera la noticia de labios
indiferentes o extraños, vino,
a pesar de estar enferma, de Génova a Inglaterra
para anunciarme ella
misma una pérdida tan irreparable, tan
irredimible. Me llegaron mensajes
de simpatía de todos los que todavía me
tenían afecto. Incluso personas
que no me habían conocido personalmente, al
saber que en mi vida
rota había entrado una nueva aflicción,
escribieron pidiendo que se me
transmitiera alguna expresión de condolencia.
Tú solo te mantuviste al
margen, y ni me enviaste ningún mensaje ni me
escribiste ninguna carta.
De tales acciones es mejor decir lo que Virgilio
dice en Dante de aquellos
cuyas vidas han sido baldías en impulsos
nobles y hueras de intención:
«Non ragioniam di lor, ma guarda, epassa».
Transcurren otros tres meses. El calendario
de mi conducta y trabajo
diarios que cuelga fuera de la puerta de mi
celda, con mi nombre y condena
escritos, me dice que estamos en mayo. Mis
amigos vienen a verme
otra vez. Les pregunto, como hago siempre,
por ti. Me dicen que estás en
tu villa de Nápoles, y que vas a sacar un
libro de poemas. Al final de la
entrevista se menciona de pasada que me los
vas a dedicar. Esa noticia
me dio como una náusea de la vida. No dije
nada, pero silenciosamente
volví a mi celda con desprecio y desdén en el
corazón. ¿Cómo se te pudo
ocurrir dedicarme un libro de poemas sin
antes pedirme permiso? ¿Ocurrírsete
he dicho? ¿Cómo te pudiste atrever a
semejante cosa? ¿Darás
como respuesta que en los tiempos de mi
grandeza y fama yo había consentido
en recibir la dedicatoria de tus primeras
obras? Ciertamente lo
hice; como habría aceptado el homenaje de
cualquier otro muchacho que
hiciera sus comienzos en el difícil y bello
arte de la literatura. Todo homenaje
es delicioso para un artista, y doblemente
dulce cuando viene de
la juventud. El laurel se marchita cuando son
manos añosas las que lo
cortan. Sólo la juventud tiene derecho a
coronar a un artista. Ése es el
verdadero privilegio de ser joven, aunque la
juventud no lo sepa. Pero los
tiempos de humillación e infamia son
diferentes de los de grandeza y fama.
Aún tienes que aprender que la Prosperidad,
el Placer y el Éxito
pueden ser de grano tosco y fibra vulgar,
pero el Dolor es lo más sensible
de todo lo creado. No hay nada que se mueva
en todo el mundo del pensamiento
o del movimiento a lo que el Dolor no vibre
con pulsación terrible,
aunque exquisita. La fina hoja batida de oro
trémulo que registra la
dirección de fuerzas que el ojo es incapaz de
ver es grosera en comparación.
Es una herida que sangra cuando la toca otra
mano que no sea la
del Amor, y aun entonces vuelve a sangrar,
aunque no sea de sufrimiento.
Pudiste escribir al director de la prisión de
Wandsworth solicitando mi
permiso para publicar mis cartas en el
Mercure de France, «que es el
equivalente de nuestra Fortnightly Review». ¿Por qué no haber escrito al
director de la prisión de Reading solicitando
mi permiso para que me dedicases
tus poemas, dándoles la descripción
fantástica que te hubiera
parecido? ¿Fue porque en un caso la revista
en cuestión tenía mi prohibición
de publicar unas cartas cuya propiedad legal,
como por supuesto
sabes de sobra, era y es exclusivamente mía,
y en el otro creíste poder
salirte con la tuya sin que supiera nada
hasta que fuera demasiado tarde
para intervenir? El mero hecho de que yo
fuera un hombre deshonrado,
arruinado y encarcelado debería haberte
movido, si deseabas escribir mi
nombre en la primera página de tu libro, a
pedírmelo como un favor, un
honor, un privilegio. Así es como hay que
dirigirse a los que están en la
aflicción y en el oprobio.
Allí donde hay Dolor hay terreno sagrado.
Algún día te darás cuenta de
lo que esto significa. Hasta entonces no
sabrás nada de la vida. Robbie, y
naturalezas como la suya, se dan cuenta.
Cuando me llevaron de la cárcel
al Tribunal de Quiebras entre dos policías,
Robbie estaba esperando
en el largo y siniestro corredor, para poder,
delante de todo el gentío, que
ante un gesto tan dulce y simple enmudeció,
quitarse gravemente el
sombrero ante mí, cuando esposado y con la
cabeza gacha pasé junto a
él. Hombres han ido al cielo por cosas más
pequeñas. Con ese espíritu, y
con ese modo de amor, se arrodillaban los
santos para besar los pies de
los pobres o se inclinaban para besar al
leproso en la mejilla. Jamás le
he dicho una sola palabra sobre lo que hizo.
Este es el momento en que
no sé si sabe que reparé siquiera en su
acción. No es una cosa que se
pueda agradecer formalmente en lenguaje
formal. La conservo en el tesoro
de mi corazón. La guardo ahí como una deuda
secreta que me alegra
pensar que no podría pagar nunca. Está
embalsamada y endulzada con
la mirra y la casia de muchas lágrimas.
Cuando la Sabiduría me ha sido
improvechosa, y la Filosofía estéril, y los
proverbios y frases de los que
pretendían darme consuelo han sido como polvo
y cenizas en mi boca, la
memoria de aquel pequeño gesto humilde y
silencioso de Amor ha abierto
para mí todos los pozos de la piedad, ha
hecho al desierto florecer como
una rosa, y me ha llevado de la amargura del
exilio solitario a la armonía
con el corazón herido, roto y grande del
mundo. Cuando tú puedas comprender,
no sólo lo hermoso que fue el gesto de
Robbie, sino por qué significó
tanto para mí, y siempre significará tanto,
entonces, quizá, te darás
cuenta de cómo y con qué espíritu deberías
haberme pedido permiso
para dedicarme tus versos.
Hay que decir que en cualquier caso no habría
aceptado la dedicatoria.
Aunque, posiblemente, en otras circunstancias
me habría agradado que
se me hiciera esa petición, la habría
denegado por ti, al margen de cuáles
fueran mis sentimientos. El primer libro de
poemas que en la primavera
de su virilidad lanza un muchacho al mundo
debe ser como un capullo o
una flor primaveral, como el espino blanco
del prado de Magdalena o las
prímulas de los campos de Cumnor. No debe
estar cargado con el peso
de una tragedia terrible, repugnante; de un
escándalo terrible, repugnante.
Haber dejado que mi nombre sirviera como
heraldo del libro habría
sido un grave error artístico. Habría rodeado
la obra entera de una
atmósfera equivocada, y en el arte moderno la
atmósfera importa mucho.
La vida moderna es compleja y relativa. Ésas
son sus dos notas distintivas.
Para reflejar la primera hace falta
atmósfera, con su sutileza de
nuances, de
sugerencia, de perspectivas extrañas; para la segunda hace
falta fondo. Por eso la Escultura ha dejado
de ser un arte representativo;
y por eso la Música es un arte
representativo; y por eso la Literatura es, y
ha sido, y será siempre el supremo arte representativo.
Tu librito debería haber traído consigo aires
sicilianos y arcadios, no la
fetidez pestilente del banquillo de los
criminales ni el aire viciado de la
celda de presidio. Y no es sólo que una
dedicatoria como la que proponías
hubiera sido un error de gusto en Arte; es
que desde otros puntos
de vista habría sido totalmente indecorosa.
Habría parecido una prolongación
de tu conducta antes y después de mi
detención. Habría dado a la
gente la impresión de querer ser una estúpida
bravata: un ejemplo de
esa clase de coraje que se vende barato y se
compra barato en las calles
de la vergüenza. En lo que a nuestra amistad
se refiere, Némesis nos ha
aplastado a los dos como moscas. La
dedicatoria de versos a mí en prisión
habría parecido una especie de necio esfuerzo
de réplica mordaz,
talento del que en tus viejos tiempos de
escribidor de cartas horribles -
tiempos que espero, sinceramente y por tu
bien, que no vuelvan nunca
solías enorgullecerte abiertamente y te
jactabas con alegría. No habría
producido el efecto serio, hermoso, que
confío -creo, de hecho- que buscabas.
Si me hubieras consultado, yo te habría
aconsejado que retrasaras
un poco la publicación de tus versos; o, si
eso te desagradaba, que
publicaras anónimamente al principio, y
después, cuando tu canto hubiera
conquistado amantes -la única clase de
amantes que realmente
vale la pena conquistar-, haberte dado la
vuelta y dicho al mundo: «Estas
flores que admiráis las he sembrado yo, y
ahora se las ofrezco a alguien a
quien tenéis por paria y proscrito: son mi
tributo a lo que yo amo y reverencio
y admiro en él». Pero escogiste mal método y
mal momento. Hay
un tacto en el amor, y un tacto en la
literatura: tú no fuiste sensible ni al
uno ni al otro.
Te he hablado largamente sobre este punto
para que adviertas todo lo
que encierra, y entiendas por qué me apresuré
a escribir a Robbie en
términos tan desdeñosos y despectivos hacia
ti, y prohibí tajantemente la
dedicatoria, y quise que las palabras que escribía
de ti fueran copiadas
cuidadosamente y se te enviaran. Sentí que ya
era hora de que se te hiciera
ver, reconocer, comprender un poco de lo que
habías hecho. La ceguera
puede llegar hasta el extremo de ser
grotesca, y una naturaleza carente
de imaginación, si no se hace nada por
espabilarla, se petrifica en
insensibilidad absoluta, de modo que aunque
el cuerpo coma y beba y
tenga sus placeres, el alma, de la que el
cuerpo es casa, puede estar,
como la de Branca d'Oria en Dante, muerta
absolutamente. Parece ser
que mi carta llegó muy a tiempo. Cayó sobre
ti, hasta donde me es dado
juzgar, como un trueno. En tu respuesta a
Robbie dices haberte quedado
«privado de toda capacidad de pensamiento y
expresión». En efecto, al
parecer no se te ocurre nada mejor que
escribir a tu madre quejándote.
Ella, naturalmente, con esa ceguera para tu
verdadero bien que ha sido
su malhadada fortuna y la tuya, te da todos
los consuelos imaginables, y
arrullado por ella vuelves, supongo, a tu
desdichado e indigno estado
anterior; mientras que, en lo que a mí
respecta, participa a mis amigos
que está «muy disgustada» por la severidad de
mis observaciones sobre
ti. En realidad no sólo a mis amigos les
comunica su disgusto, sino también
a los que -número mucho más crecido, no hay
por qué recordártelono
son mis amigos; y ahora se me informa, por
cauces muy bien dispuestos
hacia ti y los tuyos, de que a consecuencia
de eso mucha de la
simpatía que, en razón de mi genio
distinguido y mis terribles padecimientos,
había ido creciendo en torno a mí, con paso
lento pero seguro,
se ha disipado del todo. Se dice: «¡Vaya!
¡Primero quiso meter en la cárcel
al bondadoso padre y fracasó; ahora arremete
contra el inocente hijo y le
culpa de su fracaso! ¡Cuánta razón teníamos
al despreciarle! ¡Cómo se
merece nuestro desprecio!». Me parece a mí
que, cuando se mencione mi
nombre en presencia de tu madre, si no tiene
una palabra de pena ni de
remordimiento por su parte -no pequeña en la ruina
de mi casa, lo más
decoroso sería que se quedara callada. Y en
cuanto a ti, ¿no crees ahora
que, en lugar de escribirle a ella con tus
quejas, habría sido mejor para
ti, en todos los aspectos, escribirme a mí directamente,
y haber tenido el
coraje de decirme lo que tuvieras que decir?
Ya hace casi un año que escribí
esa carta. No es posible que hayas pasado
todo ese tiempo «privado
de toda capacidad de pensamiento y
expresión». ¿Por qué no me escribiste?
Viste por mi carta lo mucho que me había
herido, lo que me había
afrentado todo tu comportamiento. Más que
eso: viste tu entera amistad
conmigo colocada ante ti, por fin, a su
verdadera luz, y de un modo que
no admitía equívoco. Antaño te había dicho
muchas veces que estabas
arruinando mi vida. Tú siempre te habías
reído. Cuando Edwin Levy, en
el comienzo mismo de nuestra amistad, viendo
de qué manera me empujabas
a cargar con el peso, y la molestia, y hasta
el gasto de aquel
desdichado aprieto tuyo en Oxford, si hemos
de llamarlo así, a propósito
del cual se había recabado su consejo y su
ayuda, se pasó una hora entera
poniéndome en guardia contra ti, tú te reíste
cuando en Bracknell te
relaté mi larga e impresionante entrevista
con él. Cuando te dije que
hasta aquel desdichado que al final compartiría
conmigo el banquillo me
había avisado más de una vez de que tú serías
mucho más conducente a
mi total destrucción que ninguno de los
chicos vulgares a los que tuve la
necedad de conocer, tú te reíste, aunque la
cosa no pareció divertirte
mucho. Cuando mis amigos más prudentes o
menos complacientes me
avisaron o me dejaron por mi amistad contigo,
te reíste con desprecio. Te
reíste a carcajadas cuando, al escribirte tu
padre su primera carta insultante
contra mí, te dije que era consciente de no
ser más que una cabeza
de turco en vuestra horrenda guerra y que
entre los dos acabaríais
conmigo. Pero todas esas cosas habían
ocurrido como yo dije que sucederían,
en lo que hace a resultados. No tenías excusa
para no ver cómo
se había cumplido todo. ¿Por qué no me
escribiste? ¿Fue cobardía? ¿Fue
insensibilidad? ¿Qué fue? El hecho de que yo
estuviera indignado contigo,
y hubiera manifestado mi indignación, era
mayor motivo para escribir.
Si mi carta te parecía justa, debías haber
escrito. Si te parecía injusta
en lo más mínimo, debías haber escrito. Yo
esperaba una carta.
Estaba seguro de que por fin verías que si el
viejo afecto, el amor tantas
veces declarado, los mil gestos de cariño mal
correspondido que te había
prodigado, las mil deudas impagadas de
gratitud que me debías; que si
todo eso no era nada para ti, el mero deber,
el más estéril de todos los lazos
que unen a los hombres, te haría escribir. No
puedes decir que pensaras
seriamente que sólo se me permitía recibir
comunicaciones de orden
práctico de miembros de mi familia. Sabías
perfectamente que cada
doce semanas Robbie me mandaba un pequeño
resumen de noticias literarias.
No cabe cosa más encantadora que sus cartas,
por su ingenio, su
crítica inteligente y concentrada, su
ligereza: son cartas de verdad; son
como oír hablar a una persona; tienen la
calidad de una causerie intime
francesa: y en sus delicadas deferencias
hacia mí, unas veces apelando a
mi juicio, otras a mi sentido del humor,
otras a mi instinto de la belleza o
a mi cultura y recordándome de cien formas
sutiles que en otro tiempo
fui para muchos un árbitro del estilo en el
Arte, para algunos el árbitro
supremo, demuestra tener el tacto del amor
además del tacto de la literatura.
Sus cartas han sido para mí los pequeños
mensajeros de ese
mundo hermoso e irreal del Arte donde en otro
tiempo fui Rey, y donde
de hecho habría seguido siendo Rey si no me
hubiera dejado llevar al
mundo imperfecto de las pasiones groseras e
inacabadas, del apetito sin
distinción, el deseo sin límite y la codicia
informe. Pero, con todo y con
eso, no me digas que no podías entender, o
concebir al menos en tu propio
magín, que, aun por las razones ordinarias de
la mera curiosidad
psicológica, habría sido para mí más interesante
saber de ti que
enterarme
de que Alfred Austin quería sacar un libro de
poemas, o que Street
estaba escribiendo crítica de teatro para el Daily Chronicle, o que uno que
no sabe decir un panegírico sin tartamudear
había declarado a la señora
Meynell la nueva Sibila del Estilo.
¡Ah, si hubieras sido tú el encarcelado!: no
diré que por una falta mía,
que una idea tan horrible ni la podría
soportar, sino por una falta tuya,
por un error tuyo, fe en un amigo indigno,
desliz en el cenagal de la sensualidad,
confianza mal puesta o amor mal dirigido, o
ninguna de esas
cosas o todas, ¿crees que yo te habría dejado
reconcomerte en las tinieblas
y la soledad sin intentar de alguna manera,
por pequeña que fuese,
ayudarte a llevar el fardo amargo de tu
desgracia? ¿Crees que no te habría
hecho saber que si tú sufrías, yo sufría
también; que si llorabas,
también había lágrimas en mis ojos; y que si
yacías en la casa de la servidumbre
y despreciado de los hombres, yo con mis
propias penas había
hecho una casa donde habitar hasta tu vuelta,
un tesoro donde todo lo
que los hombres te habían negado estaría
guardado para sanarte, aumentado
al ciento por uno? Si la amarga necesidad, o
la prudencia para
mí más amarga aún, me hubieran impedido estar
cerca de ti y me hubieran
robado la alegría de tu presencia, aunque
fuera viéndote entre barrotes
y en figura de ignominia, yo te habría
escrito a toda hora con la
esperanza de que una mera frase, una sola
palabra, siquiera un eco entrecortado
de Amor te llegase. Si te hubieras negado a
recibir mis cartas,
aun así habría escrito, para que supieras que
en cualquier caso siempre
había cartas esperándote. Muchos lo han hecho
conmigo. Cada tres meses
hay personas que me escriben, o que proponen
escribirme. Sus cartas
y comunicaciones se guardan. Me serán
entregadas cuando salga de
la cárcel. Sé que están ahí. Sé los nombres
de las personas que las han
escrito. Sé que están llenas de solidaridad,
de bondad y de afecto. Eso
me basta. No necesito saber más. Tu silencio
ha sido horrible. Y no ha
sido un silencio sólo de semanas y meses,
sino de años; de años incluso
para la cuenta de los que, como tú, viven
velozmente en la felicidad, y
apenas entrevén los pies dorados de los días
que pasan danzando, y
pierden el aliento persiguiendo el placer. Es
un silencio sin excusa; un
silencio sin atenuantes. Yo sabía que tenías
los pies de barro. ¿Quién lo
iba a saber mejor? Cuando escribí, entre mis
aforismos, que eran únicamente
los pies de barro los que hacían precioso el
oro de la imagen, en ti
estaba pensando. Pero no es una imagen de oro
con pies de barro lo que
has hecho de ti mismo. Con el mismísimo polvo
del camino común que
las pezuñas del ganado convierten en cieno
has modelado tu perfecto retrato
para que yo lo mire, de modo que, no importa
cuál hubiera sido mi
deseo secreto, me fuera ya imposible sentir
otra cosa que desprecio y
desdén por ti, y sentir otra cosa que
desprecio y desdén por mí mismo. Y
dejando a un lado todas las demás razones, tu
indiferencia, tu respeto
del mundo, tu insensibilidad, tu prudencia,
como lo quieras llamar, se
me ha hecho doblemente amarga por las
peculiares circunstancias que
acompañaron o siguieron a mi caída.
Otros desgraciados, cuando los meten en la
cárcel, aunque despojados
de la belleza del mundo, al menos están a
salvo, en alguna medida, de
los golpes más mortíferos del mundo, de sus
dardos más temibles. Pueden
ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su
propia desgracia hacer
como un santuario. El mundo, una vez que ha
conseguido lo que quería,
sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en
paz. No ha sido así conmigo.
Pena tras pena han venido a llamar a las
puertas de la cárcel en mi busca.
Han abierto de par en par las puertas y las
han dejado entrar. Pocos
o ninguno de mis amigos han podido verme.
Pero mis enemigos han tenido
paso franco a mí siempre. Dos veces en mis
comparecencias públicas
ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces
en mis traslados públicos
de una prisión a otra, he sido expuesto en
condiciones de humillación
indescriptible a la mirada y la mofa de los
hombres. El mensajero de
la Muerte me ha traído sus noticias y ha
seguido adelante, y en total soledad,
y aislado de todo lo que pudiera darme
consuelo o sugerir alivio,
he tenido que soportar la carga intolerable
de tristeza y remordimiento
que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y
sigue poniendo. Apenas el
tiempo había embotado, que no curado, esa
herida, cuando me llegan de
mi esposa cartas violentas, duras y amargas,
por conducto de su abogado.
De inmediato se me acusa y amenaza de
pobreza. Eso lo puedo soportar.
Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me
arrebatan legalmente
a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo
siempre para mí un motivo
de aflicción infinita, de suplicio infinito,
de dolor sin fin y sin límite.
Que la ley decida, y se arrogue la facultad
de decidir, que yo soy indigno
de estar con mis propios hijos, eso es
absolutamente horrible para mí. La
ignominia de la prisión no es nada comparada
con eso. Envidio a los
otros hombres que pasean el patio conmigo.
Estoy seguro de que sus hijos
los esperan, aguardan su venida, los
recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos,
más bondadosos, más sensibles
que nosotros. A sus ojos la cárcel es una
tragedia en la vida de un
hombre, un infortunio, un percance, algo que
reclama la solidaridad de
los demás. Hablan del que está encarcelado, y
no dicen sino que está «en
un apuro».
Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría
perfecta del Amor. En la gente de nuestro
rango no es así. Entre nosotros
la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente
como yo, apenas si tenemos derecho
al aire y al sol. Nuestra presencia contamina
los placeres de los
demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos.
Revisitar los atisbos de la
luna no es para nosotros. Hasta nuestros
hijos nos quitan. Esos bellos
vínculos con la humanidad se rompen. Estamos
condenados a estar solos,
aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo
único que podría sanarnos
y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón
golpeado y paz en el
alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y
duro de que con tus acciones
y con tu silencio, con lo que has hecho y lo
que has dejado sin hacer,
has conseguido que cada día de mi largo
encarcelamiento se me hiciera
todavía más difícil de soportar. Hasta el pan
y el agua de la prisión
los has cambiado con tu conducta: lo uno lo
has hecho amargo, lo otro
salobre para mí. La tristeza que deberías
haber compartido la has duplicado,
el dolor que deberías haber tratado de
aliviar lo has hecho angustia.
No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu
intención. Sé que no
era ésa tu intención. Fue simplemente ese
«único defecto verdaderamente
fatal de tu carácter, tu absoluta falta de
imaginación».
Y el final de todo es que tengo que
perdonarte. He de hacerlo. No escribo
esta carta para poner amargura en tu corazón,
sino para arrancarla
del mío. Por mi propio bien tengo que
perdonarte. No puede uno tener
siempre una víbora comiéndole el pecho, ni
levantarse todas las noches
para sembrar abrojos en el jardín del alma.
No me será nada difícil hacerlo,
si tú me ayudas un poco. Todo lo que me
hicieras en los viejos
tiempos siempre lo perdonaba de buen grado.
Entonces eso no te hacía
ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya
ninguna mancha puede
perdonar pecados. Pero ahora que estoy
humillado y deshonrado es otra
cosa. Mi perdón ahora debería significar
mucho para ti. Algún día te darás
cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o
nunca, para mí el camino
está claro. No puedo permitir que vayas por
la vida con el peso en
el corazón de haber arruinado a un hombre
como yo. Ese pensamiento
podría sumirte en una indiferencia
despiadada, o en una tristeza morbosa.
Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo
sobre mis hombros.
Tengo que decirme que ni tú ni tu padre,
multiplicados por mil, podríais
haber arruinado a un hombre como yo; que yo
me arruiné; y que
nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no
es por su propia mano.
Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy
intentando hacerlo, aunque
en estos momentos no te lo parezca. Si he
presentado esta acusación
inmisericorde contra ti, piensa qué acusación
presento sin misericordia
contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible,
pero lo que yo me hice fue
mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones
simbólicas con el arte y la
cultura de mi época. Eso lo había comprendido
yo solo ya en los albores
de mi edad adulta, y se lo había hecho
comprender a mi época después.
Pocos mantienen esa posición en vida y la ven
reconocida. La suele descubrir,
si la descubre, el historiador, o el crítico,
mucho después de que
el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi
caso no fue así. La sentí yo
mismo, e hice que otros la sintieran. Byron
fue una figura simbólica, pero
sus relaciones fueron con la pasión de su
época y su cansancio de la
pasión. Las mías eran con algo mas noble, más
permanente, de consecuencias
más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía
genialidad, un apellido
distinguido, posición social elevada,
brillantez, osadía intelectual; hacía
del arte una filosofía, y de la filosofía un
arte; alteraba las mentes de los
hombres y los colores de las cosas; no había
nada que dijera o hiciera
que no causara asombro; tomé el teatro, la
forma más objetiva que conoce
el arte, y lo convertí en un modo de
expresión tan personal como la
canción o el soneto, a la vez que ensanchaba
su radio y enriquecía su caracterización;
teatro, novela, poema en rima, poema en
prosa, diálogo
sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo
hacía hermoso con un género
nuevo de hermosura; a la verdad misma le di
lo falso no menos que lo
verdadero como legítimos dominios, y mostré
que lo falso y lo verdadero
no son sino formas de existencia intelectual.
Traté el Arte como la realidad
suprema, la vida como un mero modo de
ficción; desperté la imaginación
de mi siglo de suerte que crease mito y
leyenda alrededor de mí;
resumí todos los sistemas en una frase, y
toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas.
Me dejaba arrastrar a largas
rachas de indolencia sensual y sin sentido.
Me divertía ser un fláneur,
un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de
naturalezas
mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser
el manirroto de mi propio
genio, y malbaratar una juventud eterna me
proporcionaba un curioso
gozo. Cansado de estar en las alturas, iba
deliberadamente a las bajuras
en busca de nuevas sensaciones. Lo que la
paradoja era para mí en la
esfera del pensamiento, eso vino a ser la
perversidad en la esfera de la
pasión. El deseo, al final, era una
enfermedad, o una locura, o ambas cosas.
Me hice desatento a las vidas de los demás.
Tomaba el placer donde
me placía y seguía de largo. Olvidé que cada
pequeña acción de cada día
hace o deshace el carácter, y que por lo
tanto lo que uno ha hecho en la
cámara secreta lo tiene que vocear un día
desde los tejados. Dejé de ser
Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi
Alma, y no lo sabía. Dejé
que tú me dominaras, y que tu padre me
atemorizara. Acabé en una espantosa
deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa,
la absoluta Humildad:
lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la
absoluta Humildad
también. Te vendría bien bajar al polvo y
aprenderla a mi lado.
Llevo en la cárcel casi dos años. De mi
naturaleza ha brotado la desesperación
salvaje; un abandono al dolor que era penoso
de ver; ira terrible
e impotente; amargura y desprecio; angustia
que lloraba a gritos; tormento
que no encontraba voz; tristeza muda. He
pasado por todos los
modos posibles del sufrimiento. Mejor que el
propio Wordsworth sé lo
que Wordsworth quería decir cuando escribió:
Suffering is permanent, obscure, and dark
And has the nature of Infinity.
[El sufrimiento es permanente, oscuro y
tenebroso, / y posee el carácter de la Infinitud.]
Pero, aunque a veces me regocijara en la idea
de que mis sufrimientos
fueran interminables, no podía soportar que
no tuvieran sentido. Ahora
encuentro escondido en mi naturaleza algo que
me dice que no hay nada
en el mundo que carezca de sentido, y el
sufrimiento menos que nada.
Ese algo escondido en mi naturaleza, como un
tesoro en un campo, es la
Humildad.
Es lo último que me queda, y lo mejor: el
descubrimiento final al que he
llegado; el punto de partida de un nuevo
derrotero. Me ha venido de
dentro de mí mismo, y por eso sé que ha
venido cuando debía. No podría
haber venido ni antes ni después. Si alguien
me lo hubiera dicho lo habría
rechazado. Si me lo hubieran traído lo habría
rehusado. Como yo lo
encontré, quiero conservarlo. Tengo que
conservarlo. Es la única cosa
que contiene los elementos de la vida, de una
nueva vida, de una Vita
Nuova para mí.
De todas las cosas es la más extraña. No se la puede dar,
ni nos la puede dar otro. No se puede
adquirir si no es cediendo todo lo
que uno tiene. únicamente cuando ha perdido
todas las cosas sabe uno
que la posee.
Ahora que me doy cuenta de lo que hay dentro
de mí, veo con toda claridad
lo que tengo que hacer, lo que de hecho debo
hacer. Y cuando empleo
una expresión así, no hace falta que te diga
que no estoy aludiendo
a ninguna sanción o mandato exteriores. No
admito ninguno. Soy mucho
mas individualista que nunca. Nada me parece
del menor valor salvo lo
que uno saca de sí mismo. Mi naturaleza está
buscando un modo nuevo
de autorrealización. Eso es lo único que me
interesa. Y lo primero que
tengo que hacer es librarme de cualquier
posible acritud de sentimiento
hacia ti.
Estoy completamente sin dinero, y
absolutamente sin hogar. Pero hay
en el mundo cosas peores. Con toda franqueza
te digo que antes que salir
de esta prisión con amargura en el corazón
contra ti o contra el mundo,
iría contento y alegre mendigando el pan de
puerta en puerta. Si no
me dieran nada en la casa del rico, algo me
darían en la del pobre. Los
que tienen mucho son con frecuencia
avarientos. Los que tienen poco
siempre comparten. No me importaría nada
dormir en la hierba fresca en
el verano, y cuando entrase el invierno
cobijarme al calor de la niara
apretada, o bajo el saledizo de un granero,
mientras tuviera amor en mi
corazón. Las exterioridades de la vida me
parecen ahora carentes de importancia.
Ya ves a qué intensidad de individualismo he
llegado, o más
bien estoy llegando, porque el viaje es
largo, y «donde yo pongo el pie hay
espinas».
Por supuesto que sé que no me tocará pedir
limosna por los caminos, y
que si alguna vez me tiendo a la noche en la
hierba verde será para escribir
sonetos a la Luna. Cuando salga de la cárcel,
Robbie me estará esperando
al otro lado del portón de hierro, y él es el
símbolo no sólo de su
propio afecto, sino del afecto de muchos más.
Creo que en cualquier caso
tendré bastante para ir tirando durante año y
medio, de modo que, si no
puedo escribir libros hermosos, podré al
menos leer libros hermosos, y
¿cabe alegría mayor? Después espero poder
recrear mi facultad creadora.
Pero si las cosas fueran distintas; si no me
quedara un amigo en el mundo;
si no hubiera una sola casa abierta para mí
siquiera por compasión;
si tuviera que aceptar el zurrón y el capote
raído de la pura indigencia;
mientras me viera libre de resentimiento,
dureza y acritud podría afrontar
la vida con mucha más calma y confianza que
si mi cuerpo vistiera de
púrpura y lino fino, y dentro el alma
estuviera enferma de odio. Y realmente
no voy a tener dificultad para perdonarte.
Pero para que sea un
placer para mí es preciso que tú sientas que
lo quieres. Cuando realmente
lo quieras lo encontrarás esperándote.
No es preciso que te diga que mi tarea no
termina ahí. En ese caso sería
comparativamente fácil. Es mucho más lo que
me aguarda. Tengo montes
mucho más escarpados que subir, valles mucho
más oscuros que
cruzar. Y todo lo he de sacar de mí mismo. Ni
la Religión, ni la Moral, ni
la Razón me pueden ayudar.
La Moral no me ayuda. Yo nací antinomista.
Soy de ésos que están hechos
para las excepciones, no para las leyes. Pero
aunque veo que no hay
nada malo en lo que uno hace, veo que hay
algo malo en lo que uno llega
a ser. Está bien haberlo aprendido.
La Religión no me ayuda. La fe que otros
ponen en lo que no se ve, yo la
pongo en lo que se puede tocar y mirar. Mis
Dioses moran en templos
hechos con manos, y dentro del círculo de la
experiencia real se perfecciona
y completa mi credo: acaso se complete
demasiado, porque como
muchos o todos los que han puesto su Cielo en
esta tierra, he hallado en
él no solo la hermosura del Cielo, sino
también el horror del Infierno.
Cuando pienso en la Religión, pienso que me
gustaría fundar una orden
para los que no creen: la Cofradía de los
Huérfanos se podría llamar, y
allí, en un altar sin ninguna vela encendida,
un sacerdote, en cuyo corazón
la paz no tuviera asilo, podría celebrar con
pan sin bendecir y un cáliz
vacío de vino. Todo para ser verdad ha de
hacerse religión. Y el agnosticismo
debe tener su ritual lo mismo que la fe. Ha
sembrado sus mártires,
debería cosechar sus santos, y alabar a Dios
todos los días por haberse
ocultado a los ojos de los hombres. Pero, ya
sea fe o agnosticismo,
no puede ser nada exterior a mí. Sus símbolos
los tengo que crear yo.
Sólo es espiritual lo que hace su propia
forma. Si no encuentro su secreto
dentro de mí, nunca lo encontraré. Si no lo
tengo ya, no vendrá a
mí jamás.
La Razón no me ayuda. Me dice que las leyes
por las que se me condena
son leyes equivocadas e injustas, y que el sistema
por el que he padecido
es un sistema equivocado e injusto. Pero, de
algún modo, tengo que
hacer que ambas cosas sean justas y acertadas
para mí. Y exactamente
como en el Arte lo único que interesa es lo
que determinada cosa es para
uno en determinado momento, así también en la
evolución ética del carácter.
Yo tengo que hacer que todo lo que me ha
ocurrido sea bueno para
mí. La cama de tabla, la comida asquerosa,
las duras sogas que hay
que deshacer en estopa hasta que las yemas de
los dedos se acorchan de
dolor, los menesteres serviles con que
empieza y termina cada día, las
órdenes brutales que parecen inseparables de
la rutina, el espantoso
traje que hace grotesco el dolor, el
silencio, la soledad, la vergüenza: todas
y cada una de esas cosas las tengo que
transformar en experiencia
espiritual. No hay una sola degradación del
cuerpo que no deba tratar de
convertir en espiritualización del alma.
Quiero llegar a poder decir, con toda
sencillez, sin afectación, que los
dos grandes puntos de inflexión de mi vida
fueron cuando mi padre me
mandó a Oxford y cuando la sociedad me mandó
a la cárcel. No diré que
sea lo mejor que me podría haber ocurrido,
porque esa frase sabría a
amargura excesiva conmigo mismo. Preferiría
decir, o que se dijera de
mí, que fui tan hijo de mi época que en mi
contumacia, y por esa contumacia,
convertí las cosas buenas de mi vida en mal,
y las cosas malas de
mi vida en bien. Pero poco importa lo que yo
diga o digan los demás. Lo
importante, lo que tengo ante mí, lo que
tengo que hacer si no quiero
estar durante el breve resto de mis días
lisiado, desfigurado e incompleto,
es absorber en mi naturaleza todo lo que se
me ha hecho, hacerlo
parte de mí, aceptarlo sin queja, ni miedo,
ni renuencia. El vicio supremo
es la superficialidad. Todo lo que se
comprende está bien.
Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me
aconsejaron que intentara
olvidarme de quién era. Fue un consejo
ruinoso. Sólo dándome cuenta de
lo que soy he encontrado consuelo de algún
tipo. Ahora otros me aconsejan
que cuando salga intente olvidar que alguna
vez estuve encarcelado.
Sé que eso sería igualmente fatal.
Significaría estar siempre obsesionado
por una sensación intolerable de ignominia, y
que esas cosas que
están hechas para mí como para todos los
demás -la belleza del sol y de
la luna, el desfile de las estaciones, la
música del amanecer y el silencio
de las grandes noches, la lluvia que cae
entre las hojas o el rocío que se
encarama a la hierba y la baña de plata-, se
contaminarían todas para
mí, y perderían su poder de curar y su poder
de comunicar alegría. Rechazar
las propias experiencias es detener el propio
desarrollo. Negar las
propias experiencias es poner una mentira en
los labios de la propia vida.
Es nada menos que renegar del Alma. Pues así
como el cuerpo absorbe
cosas de todas clases, cosas vulgares y
sucias no menos que las
que el sacerdote o una visión ha purificado,
y las convierte en fuerza o
velocidad, en el juego de bellos músculos y
el modelado de carne hermosa,
en las curvas y colores del pelo, de los
labios, del ojo; así el Alma, a
su vez, tiene también sus funciones
nutritivas, y puede transformar en
estados de pensamiento nobles, y pasiones de
alto valor, lo que en sí es
bajo, cruel y degradante: más aún, puede
encontrar en eso sus modos
mas augustos de afirmación, y a menudo
alcanzar su revelación más
perfecta mediante aquello que iba orientado a
profanar o a destruir.
El hecho de haber sido preso común de un
presidio común yo lo tengo
que aceptar francamente, y, por curioso que
pueda parecerte, una de las
cosas que tendré que aprender yo solo será a
no avergonzarme de él. Debo
aceptarlo como un castigo, y, si uno se
avergüenza de haber sido castigado,
el castigo no le habrá servido de nada. Por
supuesto que hay muchas
cosas por las que se me condenó que yo no
había hecho, pero también
hay muchas cosas por las que se me condenó
que había hecho, y
un número todavía mayor de cosas en mi vida
de las que nunca fui inculpado
siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en
esta carta, que los
dioses son extraños y nos castigan tanto por
lo que hay de bueno y humano
en nosotros como por lo que hay de malo y
perverso, debo aceptar
el hecho de que a uno se le castiga por el
bien lo mismo que por el mal
que hace. No me cabe duda de que está en
razón que así sea. Es algo que
ayuda, o debería ayudar, a comprender ambas
cosas, y a no envanecerse
demasiado de ninguna de las dos. Y si yo
entonces no me avergüenzo de
mi castigo, como espero no avergonzarme,
podré pensar y moverme y vivir
con libertad.
Muchos hombres excarcelados sacan consigo la
prisión al aire, la ocultan
como una infamia secreta en el corazón, y al
cabo, como pobres cosas
envenenadas, se arrastran a morir en un
rincón. Es penoso que tengan
que hacerlo, y es malo, muy malo, que la
Sociedad los obligue a hacerlo.
La Sociedad se arroga el derecho de infligir
castigos atroces al individuo,
pero también tiene el vicio supremo de la
superficialidad, y no alcanza a
darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el
castigo del hombre termina,
la Sociedad le deja a sus recursos: es decir,
le abandona en el preciso
momento en que empieza su deber más alto para
con él. La verdad es
que se avergüenza de sus propias acciones, y
rehuye a aquellos a los que
ha castigado, como se rehuye a un acreedor al
que no se puede pagar, o
a aquel a quien se ha hecho un mal
irreparable e irremisible. Yo por mi
parte sostengo que, si yo comprendo lo que he
sufrido, la Sociedad debe
comprender lo que me ha infligido, y que no
debe haber ni amargura ni
odio por ninguna de las partes.
Claro que sé que desde un punto de vista las
cosas se me harán más
cuesta arriba que a otros; así ha de ser, por
la propia naturaleza del caso.
Los pobres ladrones y proscritos que están
encarcelados aquí conmigo
son en muchos aspectos más afortunados que
yo. El caminito de gris
ciudad o verde campo que vio su pecado es
pequeño; para encontrar a
quienes no sepan nada de lo que han hecho no
tienen que ir más allá de
lo que vuela un pájaro entre el crepúsculo
del alba y el alba misma; pero
para mí «el mundo se ha reducido a la anchura
de una mano», y dondequiera
que vaya mi nombre está escrito con plomo
sobre las peñas. Porque
yo no he venido de la oscuridad a la
notoriedad momentánea del delito,
sino de una especie de eternidad de fama a
una especie de eternidad
de infamia, y a veces a mí mismo me parece
haber demostrado, si hacía
falta demostrarlo, que de lo famoso a lo
infame no hay más que un paso,
si lo hay.
Aun así, en el propio hecho de que la gente
me haya de reconocer allí
donde vaya, y saberlo todo de mi vida en lo
que ha tenido de desvarío,
distingo algo bueno para mí. Me impondrá la
necesidad de volver a afirmarme
como artista, y tan pronto como me sea
posible. Si soy capaz de
hacer siquiera otra obra de arte hermosa
podré quitarle a la malicia su
veneno, y a la cobardía su mofa, y arrancar
de raíz la lengua del escarnio.
Y si la vida es, como sin duda lo es, un
problema para mí, también
yo soy un problema para la Vida. La gente ha
de adoptar una actitud hacia
mí, y con ello juzgarse y juzgarme. No es
necesario que diga que no
hablo de personas concretas. Los únicos con
los que me interesaría estar
son los artistas y las personas que han
sufrido: los que saben lo que es
la Belleza, y los que saben lo que es el Dolor;
nadie más me interesa. Ni
le planteo exigencias a la Vida. En todo lo
que he dicho me preocupa
únicamente mi actitud mental hacia la vida en
su totalidad; y siento que
no avergonzarme de haber sido castigado es
una de las primeras metas
que tengo que alcanzar, para mi propia
perfección, y por lo imperfecto
que soy.
Después tengo que aprender a ser feliz. En
otro tiempo lo supe, o creí
saberlo, por instinto. En otro tiempo mi
corazón estaba siempre en primavera.
Mi temperamento era hermano de la dicha. Yo
llenaba mi vida
de placer hasta el borde, como se llena hasta
el borde una copa de vino.
Ahora estoy afrontando la vida desde una
óptica completamente nueva, y
hasta lo que es imaginar la felicidad me
resulta a menudo extremadamente
difícil. Recuerdo que en mi primer curso de
Oxford leí en el Renacimiento
de Pater -ese libro que ha tenido una
influencia tan extraña sobre
mi vida- que Dante coloca en las bajuras del
Infierno a los que viven
empecinados en la tristeza; y me fui a la
biblioteca del colegio y miré el
pasaje de la Divina Comedia donde
bajo la ciénaga terrible yacen los que
estuvieron «tristes en el aire dulce»,
repitiendo para siempre en sus suspiros:
Tristi fummo
nell' aer dolce che dal sol s'allegra.
[Tristes estuvimos / en el aire dulce que con
el sol se alegra.]
Yo sabía que la Iglesia condenaba la accidia, pero la
idea toda me parecía
muy fantástica, el tipo de pecado, me dije,
que inventa un sacerdote
que no sabe nada de la vida real. Ni entendía
tampoco que Dante, que
dice que «el dolor nos recasa con Dios»,
pudiera ser tan duro con los
enamorados de la melancolía, si
verdaderamente los hubiera. No tenía ni
idea de que un día ésa iba a ser una de las
mayores tentaciones de mi
vida.
Mientras estuve en la prisión de Wandsworth
anhelaba morir. Era mi
único deseo. Cuando tras dos meses en la
enfermería me trasladaron
aquí, y vi que poco a poco iba mejorando mi
salud física, me puse rabioso.
Decidí suicidarme el mismo día que saliera de
la cárcel. Al cabo de un
tiempo ese mal ánimo pasó, y resolví vivir,
pero vestido de tinieblas como
un Rey se viste de púrpura: no volver a
sonreír; convertir toda casa donde
entrara en casa de duelo; hacer a mis amigos
caminar despacio y
tristes conmigo; enseñarles que la melancolía
es el verdadero secreto de
la vida; lisiarlos con un dolor ajeno;
desfigurarlos con mi pena. Ahora
pienso de otro modo muy distinto. Veo que
sería desagradecido y malo si
cuando mis amigos vienen a verme pusiera una
cara tan larga que ellos
tuvieran que ponerla más larga aún para
solidarizarse; o, si quisiera recibirlos,
invitarlos a sentarse en silencio a comer
hierbas amargas y asados
funerarios. Tengo que aprender a estar alegre
y contento.
En las dos últimas ocasiones en que se me
permitió ver aquí a mis amigos
traté de estar lo más alegre posible, y
manifestar mi alegría para
compensarlos siquiera levemente por la
molestia de haber hecho todo el
viaje desde Londres para visitarme. Es una
compensación pequeña, lo sé,
pero estoy seguro de que es la que más les
agrada. El sábado hará una
semana que vi a Robbie durante una hora, y
traté de dar la expresión
más completa posible del deleite que
realmente me producía nuestro encuentro.
Y que, en los principios y las ideas que aquí
me estoy forjando,
voy bien encaminado, me lo demuestra el hecho
de que es ahora cuando,
por primera vez desde mi encarcelamiento,
tengo un verdadero deseo de
vivir.
Es tanto lo que me queda por hacer, que me
parecería una terrible tragedia
morir antes de haber podido completar
siquiera una pequeña parte.
Veo nuevos caminos en el Arte y en la Vida,
cada uno de los cuales es
un modo inédito de perfección. Anhelo vivir
para poder explorar lo que
para mí es nada menos que un mundo nuevo.
¿Quieres saber qué es ese
mundo nuevo? Creo que te lo puedes imaginar.
Es el mundo en el que vivo
hace algún tiempo.
El dolor, pues, y todo lo que enseña, es mi
mundo nuevo. Yo vivía enteramente
para el placer. Rehuía el dolor y el
sufrimiento de cualquier clase.
Los detestaba. Estaba resuelto a no verlos en
lo posible, es decir, a
tratarlos como modos de imperfección. No eran
parte de mi plan de vida.
No tenían sitio en mi filosofía. Mi madre,
que conocía la vida como un todo,
solía citarme a menudo los versos de Goethe,
escritos por Carlyle en
un libro que le había regalado años atrás, y
traducidos, me figuro, también
por él:
Who never ate his bread in sorrow,
Who never spent the midnight hours
Weeping and waiting for the morrow,
He knows you not, ye Heavenly Powers.
[El que nunca comió su pan con dolor, / el
que nunca pasó las horas de la medianoche
/ llorando y esperando a la mañana, / ése no
os conoce, Potencias Celestiales.]
Eran los versos que aquella noble Reina de
Prusia, a quien Napoleón
trató con tan grosera brutalidad, citaba en
su humillación y exilio; eran
versos que mi madre citaba a menudo en las
tribulaciones de sus últimos
años; yo me negaba en rotundo a aceptar o
admitir la enorme verdad
oculta en ellos. No la podía entender.
Recuerdo muy bien que le decía
que yo no quería comer mi pan con dolor, ni
pasar ninguna noche llorando
y esperando despierto un amanecer más amargo.
No tenía yo ni
idea de que era una de las cosas especiales
que los Hados me tenían reservadas;
que durante un año entero de mi vida, realmente,
iba a hacer
poco más. Pero es así como se me ha
adjudicado mi parte; y durante los
últimos meses, tras terribles luchas y
dificultades, he podido comprender
algunas de las lecciones que se ocultan en el
corazón de la pena. Los clérigos,
y la gente que usa frases sin sabiduría,
hablan a veces del sufrimiento
como un misterio. La verdad es que es una
revelación. Se descubren
cosas que uno nunca había descubierto. La
historia entera se ve
desde otra óptica. Lo que sobre el Arte se
había sentido oscuramente por
instinto, se comprende intelectual y
emocionalmente con perfecta claridad
de visión y absoluta intensidad de
aprehensión.
Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción
suprema de que el hombre
es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de
todo gran Arte. Lo que el
artista va siempre buscando es ese modo de
existencia en el que alma y
cuerpo son una unidad indivisible; en el que
lo exterior es expresivo de lo
interior; en el que la Forma revela. De tales
modos de existencia hay no
pocos: la juventud y las artes atentas a la
juventud pueden servirnos de
modelo en un momento; en otro quizá pensemos
que, por su sutileza y
sensibilidad de impresión, su sugerencia de
un espíritu que habita en las
cosas externas y se reviste de tierra y aire,
de bruma y ciudad por igual,
y por la mórbida simpatía de sus estados, y
tonos y colores, el arte del
paisaje moderno está realizando para nosotros
pictóricamente lo que los
griegos realizaron con tal perfección
plástica. La música, en la que todo
contenido está absorbido en la expresión y no
se puede separar de ella,
es un ejemplo complejo, y una flor o un niño
son un ejemplo simple de lo
que quiero decir: pero el Dolor es el tipo
acabado, lo mismo en la vida
que en el Arte.
Tras la Alegría y la Risa puede haber un
temperamento grosero, duro y
encallecido. Pero tras el Dolor siempre hay
Dolor. La Pena, a diferencia
del Placer, no lleva mascara. La verdad en el
Arte no es ninguna correspondencia
entre la idea esencial y la existencia
accidental; no es la semejanza
de figura y sombra, ni de la forma reflejada
en el cristal y la
forma misma; no es ningún Eco que baje de la
oquedad de un monte,
como no es el pozo de agua de plata en el
valle que muestra la Luna a la
Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el
Arte es la unidad de la cosa
consigo misma; lo exterior hecho expresivo de
lo interior; el alma encarnada;
el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no
hay verdad comparable
al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me
parece ser la única verdad.
Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista
o del apetito, hechas para
cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el
Dolor se han construido
mundos, y en el nacimiento de un niño o de
una estrella hay dolor.
Más que eso: hay en torno al Dolor una
intensa, una extraordinaria
realidad. He dicho de mí que estaba en
relaciones simbólicas con el arte
y la cultura de mi época. No hay un solo
hombre desdichado de los que
están conmigo en este lugar desdichado que no
esté en relaciones simbólicas
con el secreto mismo de la vida. Porque el
secreto de la vida es el
sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás
de todo. Cuando empezamos
a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros,
y lo amargo es tan amargo,
que inevitablemente dirigimos todos nuestros
deseos al placer, y aspiramos
no ya a «alimentarnos de miel un mes o dos»,
sino a no probar otro
alimento en todos nuestros años, ignorantes
de que mientras tanto podemos
estar realmente matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este
tema con una de las personalidades
mas hermosas de cuantas he conocido: una
mujer, cuya simpatía
y noble bondad hacia mí antes y después de la
tragedia de mi encarcelamiento
sería imposible describir; que verdaderamente
me ha ayudado,
aunque ella no lo sabe, a soportar el peso de
mis males más que
nadie en el mundo; y todo por el mero hecho
de su existencia: por ser lo
que es, en parte un ideal y en parte una
influencia, una sugerencia de lo
que uno podría llegar a ser y a la vez una ayuda
real para llegar a serlo,
un alma que embalsama el aire común y hace
parecer lo espiritual tan
natural y sencillo como la luz del sol o el
mar, una persona para quien la
Belleza y el Dolor caminan de la mano y
tienen el mismo mensaje. En la
ocasión que ahora tengo presente recuerdo
nítidamente haberle dicho
que en una sola callejuela de Londres había
sufrimiento bastante para
demostrar que Dios no amaba al hombre, y que
dondequiera que hubiera
dolor, aunque sólo fuera el de un niño en un
jardincillo llorando por una
falta que hubiese o no cometido, la entera
faz de la creación quedaba
desfigurada por completo. Estaba totalmente
equivocado. Ella me lo dijo,
pero yo no la podía creer. No estaba en la
esfera en donde se alcanza esa
convicción. Ahora me parece que el Amor de
alguna clase es la única explicación
posible de la extraordinaria cantidad de
sufrimiento que hay en
el mundo. No concibo otra explicación. Estoy
convencido de que no la
hay, y de que si, como he dicho, se han
construido mundos con el Dolor,
ha sido por las manos del Amor, porque de
ninguna otra manera podía el
Alma del hombre para quien se han hecho los
mundos alcanzar la plena
estatura de su perfección. Placer para el
cuerpo hermoso, pero Dolor para
el Alma hermosa.
Cuando digo que estoy convencido de estas
cosas hablo con demasiado
orgullo. A lo lejos, como una perla perfecta,
se ve la ciudad de Dios. Es
tan maravillosa que parece como si un niño
pudiera alcanzarla en un día
de verano. Y un niño podría. Pero para mí y
los que son como yo es diferente.
Se puede captar una cosa en un momento único,
pero se la pierde
en las largas horas que le siguen con pies de
plomo. Es tan difícil mantener
«las alturas que el alma es capaz de coronar».
Es en la Eternidad
donde pensamos, pero nos movemos despacio por
el Tiempo; y de cómo
pasa de despacio el tiempo para los que
estamos en la cárcel no hace
falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y
la desesperación que se te
filtran en la celda, y en la celda del
corazón, con una insistencia tan extraña
que tiene uno, por así decirlo, que engalanar
y barrer la casa para
recibirlos como para un invitado inoportuno,
o un amo acerbo, o un esclavo
del cual fuera uno esclavo por suerte o por
desgracia. Y, aunque en
el presente te cueste creerlo, no por ello es
menos cierto que para ti, que
vives con libertad, comodidad y ocio, es más
fácil aprender las lecciones
de la Humildad que para mí, que empiezo el
día hincándome de rodillas y
fregando el suelo de mi celda. Porque la vida
de presidio, con sus incontables
privaciones y restricciones, te hace rebelde.
Lo más terrible no es
que te rompa el corazón -los corazones están
hechos para romperse-, sino
que te lo petrifica. A veces se tiene la
impresión de que sólo con una
frente de bronce y labios de desdén es
posible llegar al final del día. Y el
que está en estado de rebeldía no puede
recibir la gracia, por emplear la
frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con
tanta razón, me atrevo a decir-
; porque en la vida, como en el Arte, el
estado de rebeldía cierra los cauces
del alma, y no deja entrar los aires del
cielo. Pero yo tengo que
aprender esas lecciones aquí, si he de
aprenderlas en alguna parte, y he
de estar lleno de alegría si tengo puestos
los pies en el buen camino y
vuelto el rostro hacia «la puerta que se
llama Hermosa», aunque pueda
caerme muchas veces en el fango, y
extraviarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me
gusta a veces llamarla,
por supuesto que no es ninguna vida nueva,
sino sencillamente la continuación,
por desarrollo y evolución, de mi vida
anterior. Recuerdo, estando
en Oxford, haberle dicho a uno de mis amigos
-íbamos paseando
por las veredas estrechas de Magdalena,
pobladas de pájaros, una mañana
de junio antes de mi graduación- que quería
comer del fruto de todos
los árboles del jardín del mundo, y que salía
al mundo con esa pasión
en mi alma. Y así fue, efectivamente, como
salí, y así viví. Mi único
error fue limitarme tan exclusivamente a los
árboles de lo que me parecía
ser el lado soleado del jardín, y esquivar el
otro lado por su sombra y su
oscuridad. El fracaso, la desgracia, la
pobreza, el dolor, la desesperación,
el sufrimiento, las lágrimas incluso, las
palabras truncas que salen de
los labios del dolor, el remordimiento que
hace caminar sobre espinas, la
conciencia que condena, la humillación de uno
mismo que castiga, la
miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la
angustia que escoge la arpillera
por vestido y en su propia bebida pone hiel,
todas ésas eran cosas
que me daban miedo. Y como había resuelto no
saber nada de ellas, me
vi obligado a probarlas una tras otra, a
nutrirme de ellas, a pasar un
tiempo, de hecho, sin otro alimento. No
lamento ni un solo instante haber
vivido para el placer. Lo hice hasta el
fondo, como se debe hacer todo
lo que uno haga. No hubo placer que no
experimentara. Eché la perla de
mi alma a una copa de vino. Bajé por el
sendero de las prímulas al son
de flautas. Viví de miel. Pero haber
continuado en la misma vida habría
sido malo porque habría sido limitador. Tenía
que pasar adelante. La
otra mitad del jardín también tenía sus
secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y
prefigurado en mi arte. Algo
está en «El príncipe feliz»; algo en «El
joven rey», sobre todo en el pasaje
donde el obispo le dice al muchacho
arrodillado: «El que hizo la desdicha,
¿no es mas sabio que tú?», una frase que
cuando la escribí me pareció
poco mas que una frase; mucho está oculto en
la nota de Fatalidad que
corre como un hilo de púrpura por el paño de
oro de Dorian Cray; en «El
crítico artista» está expuesto en muchos
colores; en El alma del hombre
está consignado con sencillez y en letras demasiado
fáciles de leer; es
uno de los estribillos cuyos motivos
recurrentes hacen que Salomé se
parezca
tanto a una pieza musical y la traban como
una balada; en el poema
en prosa del hombre que del bronce de la
imagen del «Placer que vive
para un Momento» tiene que hacer la imagen
del «Dolor que permanece
para Siempre», está encarnado. No podría
haber sido de otro modo. En
cada momento de nuestra vida somos lo que
vamos a ser no menos que
lo que hemos sido. El Arte es un símbolo,
porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la
realización última de la
vida artística. Porque la vida artística es
simple autodesarrollo. La humildad
en el artista es su aceptación franca de
todas las experiencias, lo
mismo que el Amor en el artista es
simplemente ese sentido de la Belleza
que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater
pretende reconciliar la vida artística con la
vida de la religión, en el sentido
profundo, dulce y austero de la palabra. Pero
Mario es poco más que
un espectador: un espectador ideal, sí, y a
quien le es dado «contemplar
el espectáculo de la vida con emociones
apropiadas», que es como
Wordsworth define el verdadero objetivo del
poeta; pero sólo un espectador,
y quizá una pizca demasiado atento a la
elegancia de las vasijas del
Santuario para darse cuenta de que lo que
contempla es el Santuario del
Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato
entre la verdadera vida
de Cristo y la verdadera vida del artista, y
me produce un vivo placer
pensar que mucho antes de que el Dolor se
enseñorease de mis días y me
atase a su rueda había yo escrito en El alma del hombre que el
que quiera
vivir como Cristo tiene que ser entera y
absolutamente él mismo, y
había tomado como tipos no sólo al pastor en
el monte y el preso en su
celda, sino también al pintor para quien el
mundo es un desfile y el poeta
para quien el mundo es una canción. Recuerdo
haberle dicho una vez a
Ándré Gide, estando con él en un café de París,
que la Metafísica tenía
escaso interés real para mí y la Moral
absolutamente ninguno, pero que
no había nada de cuanto dijeron Platón o
Cristo que no pudiera trasladarse
inmediatamente a la esfera del Arte, y ahí
encontrar su total cumplimiento.
Era una generalización tan profunda como
novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra
esa unidad estrecha de
personalidad y perfección que es lo que
realmente distingue el Arte clásico
del romántico y hace de Cristo el verdadero
precursor del movimiento
romántico en la vida, sino que la propia base
de su naturaleza era la
misma que la de la naturaleza del artista,
una imaginación intensa y
flamígera. Él realizó en toda la esfera de
las relaciones humanas esa
simpatía imaginativa que en la esfera del Arte
es el único secreto de la
creación. El comprendió la lepra del leproso,
la tiniebla del ciego, la fiera
miseria de los que viven para el placer, la
extraña pobreza de los ricos.
Ahora veras ¿verdad que sí? que cuando me
escribiste en mi tribulación:
«Cuando no estás en tu pedestal no eres
interesante. La próxima vez que
estés enfermo me iré inmediatamente», estabas
tan lejos del verdadero
temple del artista como de lo que Matthew
Arnold llama «el secreto de
Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que
lo que le ocurra a otro te
ocurre a ti, y si quieres una inscripción
para leerla al alba y a la noche, y
para el placer o para el dolor, escribe en la
pared de tu casa con letras
que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»;
y si alguien
te preguntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele
que quiere decir «el corazón del Señor
Jesucristo y el cerebro de
Shakespeare».
Es cierto que el sitio de Cristo está con los
poetas. Toda su concepción
de la Humanidad brotaba directamente de la
imaginación y sólo se puede
realizar con ella. Lo que Dios era para el
Panteísta era el hombre para él.
Él fue el primero en concebir las razas
divididas como una unidad. Antes
había dioses y hombres. Él solo vio que en
los montes de la vida no había
más que Dios y Hombre, y, sintiendo a través
del misticismo de la simpatía
que en él se habían encarnado ambos, se llama
a sí mismo Hijo del
Uno o hijo del otro, según su talante. Más
que ninguna otra persona
histórica despierta en nosotros ese temple de
asombro al que el Romance
siempre apela. Para mí sigue habiendo algo
casi increíble en la idea de
un joven campesino de Galilea que imagina
poder llevar sobre sus hombros
la carga del mundo entero: todo lo que ya se
había hecho y sufrido,
y todo lo que quedaba por hacer y sufrir: los
pecados de Nerón, de César
Borgia, de Alejandro VI, y del que fue
Emperador de Roma y Sacerdote
del Sol; los sufrimientos de aquellos cuyo
nombre es Legión y que tienen
su morada entre los sepulcros, las
nacionalidades oprimidas, los niños
de las fábricas, los ladrones, los
encarcelados, los proscritos, los que
enmudecen bajo la opresión y cuyo silencio
sólo lo oye Dios; y que no
sólo lo imagina sino que lo logra, de suerte
que en el momento presente
todos los que entran en contacto con su
personalidad, aunque quizá no
se inclinen ante su altar ni se arrodillen
ante su sacerdote, empero sienten
de algún modo que la fealdad de sus pecados
desaparece y la belleza
de su dolor se les revela.
He dicho de él que su sitio está con los
poetas. Es verdad. Shelley y
Sófocles son de los suyos. Pero su vida
entera también es el más maravilloso
de los poemas. En «piedad y terror» no hay
nada en todo el ciclo de
la Tragedia Griega que la alcance. La
absoluta pureza del protagonista
eleva el plan entero a una altura de arte
romántico del que los sufrimientos
del «linaje de Tebas y de Penélope» quedan
excluidos por su
mismo horror, y demuestra cuánto erraba
Aristóteles al decir en su tratado
sobre el Drama que sería imposible soportar
el espectáculo del dolor
de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante,
maestros severos de la ternura,
ni en Shakespeare, el más puramente humano de
todos los grandes
artistas, ni en la totalidad del mito y la
leyenda celtas, donde la galanura
del mundo se muestra a través de una bruma de
lágrimas y la vida de un
hombre no es más que la vida de una flor, hay
nada que en pura simplicidad
de patetismo fundida y unida con sublimidad
de efecto trágico
pueda ni equipararse ni acercarse siquiera al
último acto de la Pasión de
Cristo. La parva cena con sus compañeros, de
los cuales uno ya le había
vendido a un precio; la angustia en el
silencioso olivar bajo la luna; el
falso amigo que se acerca para entregarle con
un beso; el amigo que todavía
creía en él, y en quien como sobre una roca
había esperado edificar
su Casa de Refugio para el Hombre, que le
niega cuando el gallo grita al
amanecer; su soledad absoluta, su sumisión,
su aceptación de todo; y al
lado de todo eso, escenas como el sumo
sacerdote de la Ortodoxia que se
rasga iracundo las vestiduras, y el
Magistrado de la Justicia Civil que pide
agua con la vana esperanza de limpiarse de
esa mancha de sangre
inocente que hace de él la figura escarlata
de la Historia; la ceremonia de
coronación del Dolor, una de las cosas más
prodigiosas que haya en toda
la crónica de los tiempos; la crucifixión del
Inocente ante los ojos de su
madre y del discípulo al que amaba; los
soldados que se juegan sus ropas
a los dados; la terrible muerte con que dio
al mundo su símbolo más
eterno; y su entierro final en el sepulcro
del hombre rico, con el cuerpo
envuelto en lino egipcio y especias y
perfumes caros como si hubiera sido
el hijo de un Rey: cuando se contempla todo
eso desde el punto de vista
del Arte solamente, no se puede por menos de
agradecer que el oficio supremo
de la Iglesia sea la representación de la
tragedia sin el derramamiento
de sangre, la presentación mística mediante
diálogo y vestidura y
gesto incluso de la Pasión de su Señor, y es
siempre una fuente de placer
y profundo respeto para mí recordar que la
última supervivencia del Coro
griego, por lo demás perdido para el arte, se
encuentra en el acólito que
responde al sacerdote en la Misa.
Y sin embargo la vida de Cristo -tan
enteramente pueden Dolor y Belleza
ser una sola cosa en su significado y
manifestación- es realmente un
idilio, aunque acabe con el velo del templo
desgarrado, y las tinieblas cubriendo
la faz de la tierra, y la piedra rodada a la
puerta del sepulcro.
Uno siempre piensa en él como un joven novio
con sus compañeros, como
de hecho él mismo se describe en una ocasión,
o un pastor que se
pierde por el valle con sus ovejas en busca
de prado verde o arroyo fresco,
o un cantor que con música intenta alzar los
muros de la ciudad de
Dios, o un amante para cuyo amor el mundo
entero era pequeño. Sus
milagros me parecen tan exquisitos como la
llegada de la Primavera, e
igual de naturales. No encuentro dificultad
alguna en creer que fuera tal
el encanto de su personalidad que su mera
presencia pudiera poner paz
en las almas angustiadas, y que los que
tocaban su vestido o sus manos
se olvidaran de sus dolores; o que, a su paso
por el camino de la vida,
gente que no había visto nada de los
misterios de la vida los viera claramente,
y otros que habían sido sordos a toda voz que
no fuera la del Placer
oyeran por vez primera la voz del Amor y la
encontraran tan «musical
como el laúd de Apolo»; o que las malas
pasiones huyeran ante él, y
hombres cuyas vidas embotadas sin imaginación
no habían sido sino un
modo de muerte se alzaran como del sepulcro a
su llamada; o que,
cuando enseñaba en la ladera, la multitud se
olvidara de su hambre y su
sed y los cuidados de este mundo, y que a los
amigos que le escuchaban
al sentarse a comer la comida grosera les
pareciera delicada, y el agua
supiera a buen vino, y la casa entera se
llenara de la fragancia y la dulzura
del nardo.
Renan, en su Vie deisus -ese
gentil Quinto Evangelio, el Evangelio según
Santo Tomás se le podría llamar-, dice no sé
por dónde que el gran
logro de Cristo fue hacerse tan amado después
de su muerte como lo había
sido en vida. Y ciertamente, si su lugar está
con los poetas, es el cabeza
de todos los amantes. Él vio que el amor era
ese secreto perdido del
mundo que los sabios venían buscando, y que
únicamente a través del
amor podía uno acercarse al corazón del
leproso o a los pies de Dios.
Y, sobre todo, Cristo es el más supremo de
los Individualistas. La humildad,
como la aceptación artística de todas las
experiencias, no es sino
un modo de manifestación. Es el alma del
hombre lo que Cristo anda
buscando siempre. La llama «el Reino de Dios»
-~ paacíIEla zov 9Eot~>- y
la encuentra en toda persona. La compara con
cosas pequeñas, con una
semilla diminuta, con un puñado de levadura,
con una perla. Porque
sólo realiza uno su alma desprendiéndose de
todas las pasiones ajenas,
de toda la cultura adquirida, y de todas las
posesiones exteriores, sean
buenas o malas.
Yo aguanté frente a todo con cierta testarudez
de la voluntad y mucha
rebelión de la naturaleza hasta que no me
quedó nada en el mundo más
que Cyril. Había perdido mi nombre, mi
posición, mi felicidad, mi libertad,
mi hacienda. Era un preso y un indigente.
Pero aún me quedaba
una sola cosa hermosa, mi hijo mayor. De
improviso la ley me lo quitó.
Fue un golpe tan atroz que no supe qué hacer,
así que me tiré de rodillas,
y agaché la cabeza, y lloré y dije: «El
cuerpo de un niño es como el
cuerpo del Señor: no soy digno de ninguno de
los dos». Ese momento pareció
salvarme. Entonces vi que lo único que había
para mí era aceptarlo
todo. Desde entonces -por curioso que esto
sin duda te resulte- he sido
más feliz.
Era, por supuesto, mi alma en su esencia
última lo que había alcanzado.
De muchas maneras yo había sido su enemigo,
pero me la encontré
esperándome como amiga. Cuando se entra en
contacto con ella, el alma
le hace a uno sencillo como un niño, como
dijo Cristo que había que ser.
Es trágico que tan pocas personas «posean su
alma» antes de morir. «Nada
hay más infrecuente en todo hombre», dice
Emerson, «que un acto
que sea propiamente suyo». Es totalmente
cierto. La mayoría de las personas
son otras personas. Sus pensamientos son las
opiniones de otro,
su vida un remedo, sus pasiones una cita.
Cristo no fue sólo el Individualista
supremo, sino el primero de la Historia. Se
ha querido hacer de
él un vulgar Filántropo, como los espantosos
filántropos del siglo diecinueve,
o se le ha colocado como Altruista al lado de
los acientíficos y los
sentimentales. Pero en realidad no fue ni lo
uno ni lo otro. Tiene compasión,
naturalmente, de los pobres, de los que están
encerrados en las
cárceles, de los humildes, de los
desdichados, pero tiene mucha más
compasión de los ricos, de los hedonistas
duros, de los que dilapidan su
libertad en hacerse esclavos de las cosas, de
los que visten telas suaves y
viven en las casas de los reyes. La Riqueza y
el Placer le parecían tragedias
realmente mayores que la Pobreza y el Dolor.
Y en cuanto al Altruismo,
¿quién supo mejor que él que es la vocación y
no la volición lo
que nos determina, y que no se pueden recoger
uvas de los espinos ni higos
de los cardos?
Vivir para los demás como objetivo concreto y
deliberado no fue su credo.
No fue la base de su credo. Cuando dice: «
Perdonad a vuestros enemigos
», no lo dice por el bien del enemigo sino
por el bien de uno mismo,
y porque el Amor es más bello que el Odio.
Cuando ruega al joven al que
amó con verle: «Vende todo lo que tienes y
dáselo a los pobres», no es en
el estado de los pobres en lo que está
pensando, sino en el alma del joven,
el alma gentil que la riqueza estaba
desfigurando. En su visión de la
vida coincide con el artista que sabe que por
la ley inevitable del propio
perfeccionamiento el poeta ha de cantar, y el
escultor pensar en bronce,
y el pintor hacer del mundo espejo de sus
estados de ánimo, tan seguro y
tan cierto como que el majuelo ha de florecer
en primavera, y el trigo
llamear de oro al tiempo de la siega, y la
Luna en sus ordenadas andanzas
cambiar de escudo en hoz y de hoz en escudo.
Pero aunque Cristo no dijera a los hombres:
«Vivid para los demás», señaló
que no había diferencia real entre las vidas
de los demás y la vida
propia. De esta forma dio al hombre una
personalidad extendida, de titán.
Desde su venida, la historia de cada
individuo es, o se puede hacer,
la historia del mundo. Claro está que la
Cultura ha intensificado la personalidad
del hombre. El Arte nos ha hecho mentalmente
multitudes.
Quienes poseen el temperamento artístico van
al destierro con Dante y
aprenden cuán salado es el pan de otros y
cuán empinadas sus escaleras;
captan por un momento la serenidad y la calma
de Goethe, pero saben
muy bien por qué Baudelaire gritó a Dios:
O Seigneur, donnez-moi la force et le courage
De contempler mon corps et mon suer sans dégoût.
[Señor, dame valor y fortaleza / para
contemplar mi cuerpo y mi corazón sin asco.]
De los sonetos de Shakespeare extraen, quizá
para su daño, el secreto
de su amor y se lo apropian; miran con ojos
nuevos a la vida moderna
porque han escuchado un nocturno de Chopin, o
manejado cosas griegas,
o leído la historia de la pasión de un hombre
muerto por una mujer
muerta cuyos cabellos eran como hilos de oro
fino y cuya boca era una
granada. Pero la simpatía del temperamento
artístico va necesariamente
a lo que ha hallado expresión. En palabras o
en color, en música o en
mármol, tras las máscaras pintadas de un
drama de Esquilo o por las
cañas horadadas y unidas de un pastor
siciliano tienen que haberse revelado
el hombre y su mensaje.
Para el artista, la expresión es el único
modo de concebir la vida. Para
él lo mudo está muerto. Pero para Cristo no
era así. Con una imaginación
tan ancha y tan prodigiosa que casi espanta,
él tomó por reino suyo
el mundo entero de lo que no se expresa, el
mundo sin voz de la pena, y
se hizo su portavoz eterno. A ésos de los que
he hablado, los que enmudecen
bajo la opresión y «cuyo silencio sólo lo oye
Dios», los escogió por
hermanos. Quiso ser ojos para los ciegos,
oídos para los sordos, y un
grito en los labios de los que tenían la
lengua atada. Su deseo fue ser,
para los incontables que no habían encontrado
palabra, una trompeta
con que llamar al Cielo. Y sintiendo, con la
naturaleza artística de alguien
para quien el Dolor y el Sufrimiento eran
modos de realizar su
concepción de lo Bello, que una idea no tiene
ningún valor hasta que se
encarna y se hace imagen, él hace de sí mismo
la imagen del Varón de
Dolores, y como tal ha fascinado y dominado
el Arte como ningún dios
griego lo consiguió jamás.
Porque los dioses griegos, a pesar del blanco
y rojo de sus miembros
hermosos y ligeros, no eran realmente lo que
parecían. El curvo sobrecejo
de Apolo era como el orbe del sol creciente
sobre un monte al amanecer,
y sus pies eran como las alas de la mañana,
pero él había sido
cruel con Marsias y había dejado a Niobe sin
hijos; en los acerados escudos
de los ojos de Palas no había habido piedad
para Aracne; Hera no
tuvo en verdad más cosa noble que su pompa y
sus pavones, y el propio
Padre de los Dioses había sido demasiado
aficionado a las hijas de los
hombres. Las dos figuras hondas y sugestivas
de la mitología griega fueron,
para la religión, Deméter, una diosa de la
tierra, no del número de
los Olímpicos, y para el arte Dionisos, hijo
de una mujer mortal para
quien el momento de alumbrarle fue también el
momento de morir.
Pero la Vida misma, de su más modesta y
humilde esfera, dio alguien
mucho más maravilloso que la madre de
Proserpina o el hijo de Sémele.
Del taller de carpintero de Nazaret había
salido una personalidad infinitamente
mayor que cuantas hicieran el mito o la
leyenda, y, cosa extraña,
destinada a revelar al mundo el significado
místico del vino y la belleza
real de los lirios del campo como nadie, ni
en el Citerón ni en Enna, lo
había hecho nunca.
El canto de Isaías, «Es despreciado y rechazado por los hombres, varón
de dolores y sabedor de la aflicción: y nos ocultamos el rostro ante él», le
pareció una prefiguración de sí mismo, y en
él la profecía se cumplió. No
hemos de tener miedo de una frase como ésa.
Cada obra de arte es el
cumplimiento de una profecía. Porque cada
obra de arte es la conversión
de una idea en imagen. Cada ser humano debe
ser el cumplimiento de
una profecía. Porque cada ser humano debe ser
la realización de un
ideal, o en la mente de Dios o en la mente
del hombre. Cristo halló el tipo,
y lo fijó, y el sueño de un poeta virgiliano,
en Jerusalén o en Babilonia,
dentro de la larga marcha de los siglos se
hizo carne en él a quien el
mundo estaba esperando. «Tenía el semblante más desfigurado que el de
ningún hombre, y su forma más que los hijos de los hombres», son algunos
de los signos que advierte Isaías como
distintivos del nuevo ideal, y, tan
pronto como el Arte entendió lo que se
significaba, se abrió como una flor
en la presencia de uno en quien la verdad en
el Arte se desplegó como
jamás hasta entonces. Pues ¿no es la verdad
en el Arte, como he dicho,
«aquello en que lo exterior se hace expresivo
de lo interior; el alma encarnada,
y el cuerpo movido por el espíritu; aquello
en que la Forma revela»?
Para mí una de las cosas de la historia que
más hay que lamentar es
que al renacimiento propio de Cristo, que
había dado la catedral de
Chartres, el ciclo de las leyendas artúricas,
la vida de San Francisco de
Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia de
Dante, no se le dejara desarrollarse
por sus vías, sino que fuera interrumpido y
estropeado por el
espantoso Renacimiento clásico que nos dio a
Petrarca, y los frescos de
Rafael, y la arquitectura paladiana, y la
tragedia formal francesa, y la
catedral de San Pablo, y la poesía de Pope, y
todo lo que está hecho desde
fuera y con reglas muertas, y no brota de
dentro a impulsos de un espíritu
que lo informa. Pero dondequiera que haya un
movimiento romántico
en el Arte, allí de algún modo, y bajo alguna
forma, está Cristo, o el
alma de Cristo. Está en Romeo y Julieta, en el Cuento de invierno, en la
poesía provenzal, en «El marinero de antaño»,
en «La Belle Dame sans
Merci» y en la «Balada de la caridad» de
Chatterton.
Le debemos las cosas y las personas más
diversas. Los Miserables de
Hugo, las Flores del Mal de
Baudelaire, la nota de piedad de las novelas
rusas, las vidrieras y tapicerías y obras
cuatrocentistas de Burne Jones y
Morris, Verlaine y los poemas de Verlaine, le
pertenecen tanto como la
Torre de Giotto, Lanzarote y Ginebra,
Tannháuser, los turbados mármoles
románticos de Miguel Angel, la arquitectura
apuntada y el amor a los
niños y a las flores: cosas ambas, por
cierto, que tuvieron poco sitio en el
arte clásico, apenas el suficiente para
crecer o jugar, pero que desde el
siglo doce hasta nuestros días vienen continuamente
apareciendo en el
arte, en distintos modos y en distintos
tiempos, sin aviso y a capricho,
como es propio de niños y de flores; así la
primavera siempre nos parece
como si las flores hubieran estado
escondidas, y únicamente salieran al
sol por miedo a que la gente adulta se
cansara de buscarlas y abandonara
la búsqueda, y la vida de un niño no es más
que un día de abril en el
que hay lluvia y sol para el narciso.
Y es lo imaginativo de la naturaleza del
propio Cristo lo que hace de él
ese centro palpitante del romance. Las
figuras extrañas del drama poético
y la balada están hechas por la imaginación
de otros, pero de su propia
imaginación enteramente se creó a sí mismo
Jesús de Nazaret. El
grito de Isaías realmente no tenía más que
ver con su venida que el canto
del ruiseñor tiene que ver con el orto de la
luna; no más, aunque quizá
no menos. El fue la negación tanto como la
afirmación de la profecía. Por
cada expectativa que cumplió, destruyó otra.
En toda belleza, dice Bacon,
hay «alguna extrañeza de proporción», y de
los que han nacido del
espíritu, esto es, de los que como él mismo
son fuerzas dinámicas, Cristo
dice que son como el viento que «sopla donde
quiere y nadie sabe de
dónde viene ni adónde va». Por eso es él tan
fascinante para los artistas.
Tiene todos los elementos cromáticos de la
vida: misterio, extrañeza, patetismo,
sugerencia, éxtasis, amor. Apela a la
capacidad de asombro, y
crea ese ánimo en cuya sola virtud puede ser
comprendido.
Y para mí es un gozo recordar que si él es
«todo él imaginación», el propio
mundo es de la misma sustancia. Dije en Dorian Gray que los
grandes
pecados del mundo tienen lugar en el cerebro,
pero es en el cerebro
donde todo tiene lugar. Ahora sabemos que no
vemos con los ojos ni oímos
con los oídos. Ellos no son sino cauces de
transmisión, adecuada o
inadecuada, de las impresiones sensoriales.
Es en el cerebro donde la
amapola es roja, donde la manzana es
aromática, donde canta la alondra.
Últimamente he estado estudiando los cuatro
poemas en prosa sobre
Cristo con cierta diligencia. En Navidad
conseguí hacerme con un Testamento
en griego, y cada mañana, después de limpiar
mi celda y sacar
brillo a mis latas, leo un poco de los
Evangelios, una docena de versículos
tomados al azar de cualquier parte. Es una
manera deliciosa de empezar
el día. Para ti, en tu vida turbulenta y
desordenada, sería cosa excelente
hacer lo mismo. Te haría un bien
incalculable, y el griego es muy
sencillo. La repetición interminable, a hora
y a deshora, nos ha estropeado
la naiveté, la frescura, el sencillo encanto romántico de
los Evangelios.
Los oímos leer demasiadas veces y demasiado
mal, y toda repetición es
antiespiritual.
Cuando se vuelve al griego es como salir de
una casa angosta y oscura
y entrar en un jardín de lirios.
Y para mí el placer se duplica al pensar que
es extremadamente probable
que tengamos los términos reales, los
ipsissima verba, que empleó
Cristo. Siempre se ha supuesto que Cristo
hablaba en arameo. Hasta
Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los
campesinos de Galilea, como
los campesinos irlandeses de nuestros días,
eran bilingües, y que el griego
era la lengua normal de uso en toda
Palestina, lo mismo que en todo
el mundo oriental. Nunca me gustó la idea de
que sólo conociéramos las
palabras de Cristo por la traducción de una
traducción. Me deleita pensar
que en lo referente a su conversación
Cármides podría haberle escuchado,
y Sócrates haber razonado con él, y Platón
haberle entendido; que
de verdad dijo έγώ єίμι ό ποιμήν ό χαλός [«Yo soy el buen pastor», Jn 10:11
y 141; que al pensar en los lirios del campo,
y cómo ni se afanan ni hilan,
su expresión absoluta fue χαταμέθετε τάχρίνα τοv αγρον πẃς αυξαάνεί
ονχπιά ονδέ νηθει [«Considerad los lirios del campo, cómo crecen; ni se
afanan ni hilan», Mt 6:281, y que su última
palabra al clamar: «Mi vida
ha sido completada, ha llegado a su
cumplimiento, ha alcanzado su perfección
», fue exactamente la que San Juan nos dice
que fue: τετέλεσται
[«ha terminado», Jn 19:301: nada más.
Y mientras, al leer los Evangelios
-particularmente el del propio San
Juan, o quien fuera el gnóstico temprano que
tomase su nombre y su
manto-, veo esta continua afirmación de la
imaginación como base de toda
vida espiritual y material, veo también que
para Cristo la imaginación
no era sino una forma del Amor, y que para él
el Amor era Señor en el
más pleno sentido de la palabra. Hace unas
seis semanas el médico me
autorizó a comer pan blanco en vez del pan
basto, negro o moreno, del
rancho normal de la cárcel. Es una gran
exquisitez. A ti te resultará extraño
que un pan seco pueda ser una exquisitez para
nadie. Yo te aseguro
que para mí lo es tanto que al terminar cada
comida me como cuidadosamente
las migas que puedan quedar en mi plato de
lata, o que hayan
caído sobre la toalla áspera que se usa como
mantel para no manchar
la mesa; y no por hambre -ahora me dan de
comer bastante y más-,
sino simplemente por que no se desperdicie
nada de lo que me dan. Así
habría que mirar el amor.
Cristo, como todas las personalidades
fascinantes, tenía la facultad no
ya de decir él cosas hermosas, sino de hacer
que otras personas le dijeran
cosas hermosas a él; y a mí me encanta la
historia que nos cuenta
San Marcos de aquella mujer griega -la γυνή Έλληνίς- que,
cuando queriendo
probar su fe él le dijo que no le podía dar
el pan de los hijos de Israel,
le contestó que los perrillos -χυνάριχ,
«perrillos» habría que traducirque
están debajo de la mesa comen de las migas
que los hijos dejan caer.
La mayoría de la gente vive para el amor y la
admiración. Pero es de
amor y admiración de lo que deberíamos vivir.
Si algún amor se tiene con
nosotros, deberíamos reconocer que somos
totalmente indignos de él.
Nadie es digno de ser amado. El hecho de que
Dios ame al hombre demuestra
que en el orden divino de las cosas ideales
está escrito que se dé
amor eterno a lo que es eternamente indigno.
O, si esa frase te suena
amarga, digamos que toda persona es digna de amor,
salvo la que cree
serlo. El amor es un sacramento que habría
que recibir de rodillas, y el
Domine, non sum dignus tendría que estar en los labios y en los corazones
de quienes lo reciben. Desearía que a veces
pensaras en eso. Te hace
mucha falta.
Si alguna vez vuelvo a escribir, en el
sentido de hacer obra artística,
hay sólo dos temas sobre los cuales y
mediante los cuales deseo expresarme:
uno es «Cristo, como precursor del movimiento
romántico en
la vida»; el otro es «la vida artística
considerada en su relación con la
conducta». El primero es, sobra decirlo, de
una fascinación intensa, pues
en Cristo no veo sólo los elementos
esenciales del tipo romántico supremo,
sino también todos los accidentes, las
obstinaciones incluso, del
temperamento romántico. Fue la primera
persona que dijo a los hombres
que debían vivir como las flores. Él fijó la
frase. Tomó a los niños como
tipo de lo que los hombres debían intentar
ser. Los puso como ejemplos a
sus mayores, cosa que yo siempre he pensado
que es la principal utilidad
de los niños, si es que lo perfecto ha de
tener alguna utilidad. Dante dice
que el alma del hombre viene de la mano de
Dios «llorando y riendo como
una niña», y también Cristo veía que el alma
de cada uno debía ser «a
guisa di Janciulla, che piangendo e ridendo pargoleggia». Sentía que la vida
era cambiante, fluida, activa, y que dejar
que se estereotipase en una
u otra forma era la muerte. Dijo que no había
que tomar demasiado en
serio los intereses materiales, comunes; que
ser impráctico era una gran
cosa; que no había que afanarse demasiado en
los negocios. «Los pájaros
no lo hacen, ¿por qué ha de hacerlo el
hombre?» Es maravilloso cuando
dice: «No penséis en el mañana. ¿No es el alma más que
la comida? ¿No
es el cuerpo mas que el vestido?». Un griego podría haber
dicho la segunda
frase. Está llena de sentimiento griego. Pero
sólo Cristo pudo decir las
dos, y así darnos la vida tan perfectamente
compendiada.
Su moral es toda ella simpatía, como debería
ser la moral. Aunque lo
único que hubiera dicho fuera: «Sus pecados
le son perdonados porque
mucho amó», habría valido la pena morir por
haber dicho eso. Su justicia
es toda ella justicia poética, exactamente lo
que debería ser la justicia. El
mendigo va al cielo porque ha sido infeliz.
No concibo mejor razón para
que se le envíe allí. Los que trabajan una
hora en la viña, al frescor de la
tarde, reciben la misma recompensa que los
que llevaban todo el día sudando
a pleno sol. ¿Y por qué no? Probablemente
nadie merecía nada. O
acaso fueran personas de otro tipo. Cristo no
tenía paciencia con los
sistemas obtusos, mecánicos, maquinales, que
tratan a las personas como
si fueran cosas, y por lo tanto tratan igual
a todas: como si hubiera
en el mundo una persona, o una cosa si vamos
a eso, igual que otra. Para
él no había leyes; sólo había excepciones.
Eso que es la tónica misma del arte romántico
era para él la base propia
de la vida real. No veía otra base. Y cuando
le llevaron a una mujer
sorprendida en acto de pecado y le mostraron su
sentencia escrita en la
ley y le preguntaron qué había que hacer, él
escribió con un dedo en el
suelo como si no los oyera, y al cabo, cuando
le apremiaron una vez y
otra, alzó la vista y dijo: «Aquel de
vosotros que nunca haya pecado, sea
el primero que le tire la piedra». Valía la
pena vivir para decir eso.
Como todas las naturalezas poéticas, amaba a
los ignorantes. Sabía
que en el alma de un ignorante siempre hay
sitio para una gran idea. Pero
no soportaba a los estúpidos, sobre todo a
los estúpidos por educación:
a los que están llenos de opiniones sin
comprender ni una sola de
ellas, que es un tipo peculiarmente moderno,
y resumido por Cristo
cuando lo describe como el tipo del que tiene
la llave del conocimiento,
no sabe usarla él y no deja que otros la
usen, aunque con ella se pueda
abrir la puerta del Reino de Dios. Su mayor
guerra fue contra los filisteos.
Ésa es la guerra que tiene que librar todo
hijo de la luz. El filisteísmo
era la marca de la época y la comunidad en
que vivió. Por su lerda
cerrazón a las ideas, su respetabilidad
obtusa, su ortodoxia tediosa, su
adoración del éxito vulgar, su total
absorción en el lado materialista y
grosero de la vida y su estimación ridícula
de sí mismos y de su importancia,
los judíos de Jerusalén en tiempos de Cristo
eran la exacta réplica
de los filisteos británicos en los nuestros.
Cristo se burló de los «sepulcros
blanqueados» de la respetabilidad, y fijó esa
frase para siempre.
Trató el éxito mundano como cosa
absolutamente despreciable. No veía
en él absolutamente nada. Miraba las riquezas
como un estorbo para el
hombre. No quería ni oír de lo que fuera
sacrificar la vida a un sistema
de pensamiento o de conducta. Señalaba que
las formas y ceremonias se
habían hecho para el hombre, no el hombre
para las formas y ceremonias.
Tomó la observancia del sábado como tipo de
las cosas por las que
no hay que dar un ochavo. Las filantropías
frías, las caridades públicas
ostentosas, los pesados formalismos tan
queridos para la mentalidad de
clase media, los denunció con desdén total e
implacable. Para nosotros lo
que se llama Ortodoxia es sólo una
aquiescencia ininteligente y barata,
pero para ellos, y en sus manos, era una
tiranía terrible y paralizante.
Cristo se la llevó por delante. Mostró que
sólo el espíritu tenía valor. Le
placía especialmente señalarles que a pesar
de estar siempre leyendo la
Ley y los Profetas no tenían realmente la
menor idea de lo que quería decir
ni lo uno ni lo otro. Frente a su afán de
partir cada día en su rutina
fija de deberes prescritos, lo mismo que
hacían partes de la menta y la
ruda, él predicó la enorme importancia de
vivir completamente para el
momento.
Aquellos a quienes salvó de sus pecados se
salvan simplemente para
momentos bellos de sus vidas. María
Magdalena, cuando ve a Cristo,
rompe el rico vaso de alabastro que le diera
uno de sus siete amantes y
derrama las especias aromáticas sobre sus
pies polvorientos y cansados,
y por ese solo momento estará sentada para
siempre con Ruth y Beatriz
en las frondas de la nívea Rosa del Paraíso.
Lo único que Cristo nos dice
a modo de pequeña advertencia es que todo
momento debe ser hermoso,
que el alma debe estar siempre dispuesta
para la venida del Novio, siempre
esperando la voz del Amante. Siendo el filisteísmo
simplemente ese
lado de la naturaleza del hombre que no está
iluminado por la imaginación,
él ve todas las influencias bellas de la vida
como modos de Luz: la
imaginación misma es la luz del mundo, τό φως τovχοσμον el mundo
es
hecho por ella, y sin embargo el mundo no la
comprende; porque la imaginación
no es sino una manifestación del Amor, y es
el amor, y la capacidad
para el amor, lo que distingue a un ser
humano de otro.
Pero es al tratar con el Pecador cuando es
mas romántico, en el sentido
de más real. El mundo siempre había amado al
Santo como lo más cercano
posible a la perfección de Dios. Cristo, por
un divino instinto que
había en él, parece haber amado siempre al
pecador como lo más cercano
posible a la perfección del hombre. Su deseo primordial
no era el de
reformar a las personas, como no era su deseo
primordial el de aliviar el
sufrimiento. Convertir a un ladrón
interesante en tedioso hombre probo
no era su objetivo. Habría tenido poca estima
por la Sociedad de Ayuda a
los Presos y otros movimientos modernos de
esa índole. La conversión de
un publicano en fariseo no le habría parecido
ninguna gran cosa. Pero de
una manera aún no comprendida por el mundo él
veía el pecado y el sufrimiento
como en sí mismos cosas hermosas, santas, y
modos de perfección.
Parece una idea
muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son
peligrosas. Que era el credo de Cristo no
admite duda. Que sea el credo
verdadero yo no lo dudo.
Claro está que el pecador ha de arrepentirse.
Pero ¿por qué? Sencillamente
porque de otro modo no podría comprender lo
que ha hecho. El
momento del arrepentimiento es el momento de
la iniciación. Más que
eso. Es el medio por el que uno altera su
pasado. Los griegos lo tuvieron
por imposible. A menudo dicen en sus
aforismos gnómicos: «Ni los Dioses
pueden alterar el pasado». Cristo mostró que
el pecador más vulgar podía
hacerlo. Que era justo lo que podía hacer.
Cristo, si le hubieran preguntado,
habría dicho -tengo la certeza absoluta- que
en el momento en que
el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró,
realmente transformó el haber
dilapidado su caudal con rameras, y luego
guardado cerdos y hambreado
por las algarrobas que comían, en episodios
hermosos y santos de su vida.
A la mayoría de la gente le cuesta trabajo
captar la idea. Me atrevería
a decir que hay que ir a la cárcel para
entenderla. Si es así, quizá merezca
la pena ir a la cárcel.
¡Hay algo tan único en Cristo! Claro está
que, así como hay falsos amaneceres
antes del amanecer, y días de invierno tan
llenos de súbito sol
que engañan al sabio croco y le hacen
malbaratar su oro antes de tiempo,
y hacen que algún pájaro tonto llame a su
compañera para construir
en ramas peladas, así también hubo cristianos
antes de Cristo. Eso lo
deberíamos agradecer. Lo desdichado es que no
haya habido ninguno
desde entonces. Hago una excepción, San
Francisco de Asís. Pero es que
Dios le había dado de nacimiento un alma de
poeta, y él mismo de muy
joven había tomado por esposa en bodas
místicas a la Pobreza; y con alma
de poeta y cuerpo de mendigo el camino de la
perfección no le fue difícil.
Comprendió a Cristo, y por eso vino a ser
como él. No hace falta que
el Liber Conformitatum nos diga que la vida de San
Francisco fue la verdadera
Imitatio Christi: un poema comparado con el cual el libro que lleva
ese nombre no es más que prosa. De hecho ahí
está el encanto de Cristo,
a fin de cuentas. El es justamente como una
obra de arte. No es que
realmente enseñe nada, sino que por entrar en
su presencia uno llega a
ser algo. Y todos estamos predestinados a su
presencia. Por lo menos
una vez en su vida, todo hombre camina con
Cristo a Emaús.
En cuanto al otro tema, la relación de la
vida artística con la conducta,
sin duda te parecerá extraño que lo elija. La
gente apunta a la prisión de
Reading y dice: «Ahí es a donde conduce la
vida artística». Pues podría
conducir a sitios peores. Las personas más
mecánicas, para quienes la
vida es una especulación astuta dependiente
de un cuidadoso cálculo de
medios y recursos, saben siempre a dónde van,
y van. Parten del deseo
de ser el sacristán de la parroquia, y,
cualquiera que sea la esfera en que
estén situados, consiguen ser el sacristán de
la parroquia y nada más.
Un hombre cuyo deseo sea ser algo aparte de
sí mismo, ser Miembro del
Parlamento, o tendero próspero, o abogado
eminente, o juez, o cualquier
bobada semejante, de todas consigue ser lo
que quiere ser. Ése es su
castigo. El que quiera una máscara tiene que
llevarla.
Pero con las fuerzas dinámicas de la vida, y
aquellos en quienes esas
fuerzas dinámicas se encarnan, no sucede lo
mismo. Las personas cuyo
deseo es únicamente la autorrealización no
saben nunca a dónde van. No
lo pueden saber. En un sentido de la palabra
es necesario, por supuesto,
como decía el oráculo griego, conocerse a uno
mismo. Ese es el primer
logro del conocimiento. Pero reconocer que el
alma de un hombre es incognoscible
es el logro último de la Sabiduría. El
misterio final es uno
mismo. Cuando se ha pesado el sol en una
balanza, y medido los pasos
de la luna, y trazado el mapa de los siete
cielos estrella por estrella, aún
queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la
órbita de su propia alma?
Cuando el hijo de Kis salió a buscar los
asnos de su padre, no sabía que
un hombre de Dios le estaba esperando con el
mismísimo óleo de la coronación,
y que su propia alma era ya el Alma de un
Rey.
Espero vivir lo bastante, y hacer obra de tal
carácter, que al final de mis
días pueda decir: «Sí, aquí justamente es a
donde conduce la vida artística
». Dos de las vidas más perfectas que me he
encontrado en mi propia
experiencia son las vidas de Verlaine y del
príncipe Kropotkin; los dos,
hombres que pasaron años en prisión; el
primero el único poeta cristiano
desde Dante, el otro un hombre con el alma de
ese hermoso Cristo blanco
que parece estar despuntando en Rusia. Y
durante los últimos siete u
ocho meses, a pesar de una sucesión de
grandes tribulaciones que me
llegaban del mundo exterior casi sin pausa,
he estado en contacto directo
con un nuevo espíritu que opera en esta
prisión por conducto de los
hombres y de las cosas, y que me ha ayudado
como no se puede expresar
con palabras; de suerte que, así como en el
primer año de mi encarcelamiento
no hice otra cosa, ni recuerdo haber hecho
otra cosa, que retorcerme
las manos con desesperación impotente y
decir: «¡Qué final!
¡Qué espantoso final!», ahora intento
decirme, y a veces cuando no me
estoy torturando me digo de verdad y
sinceramente: «¡Qué comienzo!
¡Qué maravilloso comienzo!». Puede ser que
verdaderamente lo sea. Puede
llegar a serlo. Si lo es, deberé mucho a esta
nueva personalidad que
ha alterado la vida de todos los hombres que
hay aquí.
Las cosas en sí mismas son de poca
importancia, de hecho no tienen -
demos por una vez las gracias a la Metafísica
por habernos enseñado algo-
existencia real. Sólo el espíritu es
importante. Se puede infligir castigo
de tal modo que cure, no que abra una herida,
lo mismo que se puede
dar limosna de tal modo que el pan se haga
piedra en las manos del que
da. Del cambio que hay -no en las normas, que
están escritas en letras
de hierro, sino en el espíritu que se sirve
de ellas como su expresión- te
podrás dar cuenta si te digo que si me
hubieran liberado el pasado mes
de mayo, como lo intenté, habría salido de
este lugar aborreciéndolo y
aborreciendo a todos sus funcionarios con una
amargura de odio que
habría envenenado mi vida. He tenido un año
más de prisión, pero la
Humanidad ha estado en la cárcel con todos
nosotros, y ahora cuando
salga siempre recordaré grandes bondades que
aquí he recibido de casi
todo el mundo, y el día de mi liberación daré
las gracias a muchas personas
y pediré que ellas a su vez me recuerden.
El sistema penitenciario es absoluta y
totalmente equivocado. Daría
cualquier cosa por poder alterarlo cuando
salga. Pretendo intentarlo. Pero
no hay nada en el mundo tan equivocado que el
espíritu de la Humanidad,
que es el espíritu del Amor, el espíritu del
Cristo que no está en
las Iglesias, no pueda hacerlo, si no
acertado, al menos soportable sin
demasiada amargura de corazón.
Sé también que fuera me están esperando
muchas cosas muy deliciosas,
desde lo que San Francisco llama «mi hermano el viento» y «mi hermana
la lluvia», cosas
galanas las dos, hasta los escaparates y los atardeceres
de las grandes ciudades. Si hiciera una lista
de todo lo que todavía
me queda, no sabría dónde parar; porque, en
verdad, Dios hizo el mundo
para mí tanto como para cualquier otro. Acaso
salga con algo que antes
no tenía. No necesito decirte que para mí las
reformas en moral son tan
vacuas y vulgares como las reformas en
teología. Pero, si proponerse ser
un hombre mejor es hipocresía acientífica,
haber llegado a ser un hombre
más profundo es el
privilegio de los que han sufrido. Y a eso creo haber
llegado. Juzga tú mismo.
Si, cuando haya salido, un amigo mío diera
una fiesta y no me invitara,
no me importaría nada. Puedo ser
perfectamente feliz solo. Con libertad,
libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser
feliz? Además, las fiestas ya
no son para mí. He dado demasiadas para que
me diviertan. Para mí ese
lado de la vida se ha acabado, y me atrevo a
decir que por suerte. Pero si,
cuando haya salido, un amigo mío tuviera una
pena y se negara a dejarme
compartirla, eso lo sentiría muy amargamente.
Si cerrara las puertas
de la casa doliente contra mí, yo volvería
una vez y otra y suplicaría que
me dejasen entrar, para poder compartir lo
que tengo derecho a compartir.
Si él me juzgase indigno, no merecedor de
llorar con él, yo lo sentiría
como la humillación más lacerante, como el
modo más terrible de ponerme
en vergüenza. Pero eso no podría ser. Tengo
derecho a compartir
el Dolor, y el que puede mirar la hermosura
del mundo, y compartir su
dolor, y comprender algo del prodigio de los
dos, está en contacto inmediato
con las cosas divinas, y se ha acercado tanto
como el que más al
secreto de Dios.
Quizá entre en mi arte también, no menos que
en mi vida, una nota
aún más profunda, de mayor unidad de pasión y
rectitud de impulso. No
la amplitud, sino la intensidad, es el
verdadero objetivo del' Arte moderno.
Lo que nos interesa en el Arte ya no es el
tipo. Es la excepción lo que
tenemos que tratar. Yo no puedo poner mis
sufrimientos en la forma que
hayan tomado, ni que decir tiene. El Arte no
empieza sino allí donde la
Imitación termina. Pero algo tiene que entrar
en mi obra, de una armonía
de las palabras más completa quizá, de
cadencias más ricas, de efectos
de color más curiosos, de orden
arquitectónico más simple, de alguna
cualidad estética, en fin.
Cuando Marsias fue «arrancado de la vaina de
sus miembros» -dalla
vagina delle memore sue, según una de las frases mas terribles, más a
lo
Tácito de Dante-, ya no tuvo más canto,
decían los griegos. Apolo había
salido vencedor. La lira había vencido a la
caña. Pero quizá los griegos se
equivocasen. Yo oigo en mucho del Arte
moderno el grito de Marsias. Es
amargo en Baudelaire, dulce y lamentoso en
Lamartine, místico en Verlaine.
Está en las resoluciones diferidas de la
música de Chopin. Está en
el descontento que ronda los rostros
recurrentes de las mujeres de Burne
Jones. Hasta Matthew Arnold, cuya canción de
Calicles habla del «triunfo
de la dulce lira persuasiva.» y de la «final
victoria famosa» con una nota
tan clara de lírica belleza, hasta él, en ese
fondo desasosegado de duda y
angustia que ronda sus versos, tiene no poco
de lo mismo. Ni Goethe ni
Wordsworth pudieron sanarle, aunque a ambos
los siguió por turno, y
cuando quiere llorar por «Tirsis» o cantar al
«Gitano Estudiante», es la
caña lo que tiene que tomar para expresar su
melodía. Pero, quedara o
no en silencio el fauno frigio, yo no puedo.
La expresión me es tan necesaria
como la hoja y el capullo para las ramas negras
de los árboles que
se asoman sobre el muro de la cárcel y tanto
se agitan en el viento. Entre
mi arte y el mundo hay ahora un ancho abismo,
pero entre el Arte y yo
no hay ninguno. Espero, al menos, que no haya
ninguno.
A cada uno de nosotros se le han adjudicado
diferentes destinos. La libertad,
el placer, las diversiones, una vida cómoda
han sido tu parte, y
no eres digno de ella. La mía ha sido de
infamia pública, de largo encarcelamiento,
de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco
soy digno de
ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que
solía decir que creía poder
soportar una tragedia de verdad si me llegara
con manto de púrpura y la
máscara de un dolor noble, pero que lo
horrendo de la modernidad era
que vestía la Tragedia de Comedia, de suerte
que las grandes realidades
parecían ordinarias o grotescas o faltas de
estilo. Eso es muy cierto de la
modernidad. Probablemente siempre ha sido
cierto de la vida real. Se dice
que todos los martirios han parecido
mezquinos al espectador. El siglo
diecinueve no es excepción a la regla
general.
Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido
odioso, mezquino, repelente,
falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace
grotescos. Somos los fantoches
del dolor. Somos payasos que tienen roto el
corazón. Estamos especialmente
ideados para excitar el sentido del humor. El
13 de noviembre
de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde
las dos hasta las dos y
media de ese día tuve que estar en el andén
central de Clapham Junction
vestido de presidiario y esposado, a la vista
del mundo entero. Me habían
sacado de la enfermería sin un momento para
prepararme. Era el más
grotesco de los objetos posibles. La gente al
verme se reía. Con la llegada
de cada tren aumentaba el público. Su
regocijo no podía ser mayor. Pero
eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo
decían, se reían todavía
más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia
gris de noviembre, rodeado por
una chusma que se burlaba de mí. Durante un
año después de que me
hicieran eso estuve llorando todos los días a
la misma hora y por el mismo
espacio de tiempo. Esto no es tan trágico
como posiblemente te parezca.
Para el que está en la cárcel, las lágrimas
son parte de la experiencia
de cada día. Un día en la cárcel en el que no
se llore es un día en que
el corazón está duro, no un día en que el
corazón esté alegre.
Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir
más pena por los que se
reían que por mí. Claro está que cuando me
vieron yo no estaba en mi
pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que
tener una naturaleza muy
inimaginativa para interesarse por las
personas sólo cuando están en el
pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy
irreal. Una picota es una
realidad terrorífica. Deberían haber sabido
también interpretar mejor el
dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre
Dolor. Aún más sensato
sería decir que tras el dolor hay siempre un
alma. Y burlarse de un alma
dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser
hermosas las vidas de
quienes lo hagan. En la economía extrañamente
simple del mundo, sólo
se obtiene lo que se da, y a los que no
tienen imaginación bastante para
traspasar la mera cáscara de las cosas y
apiadarse, ¿qué piedad puede
dárseles sino la del desprecio?
Te he hecho esta relación de cómo me
trasladaron aquí únicamente para
que te des cuenta de lo duro que me ha
resultado sacar otra cosa de
mi castigo que amargura y desesperación. Pero
tengo que hacerlo, y de
vez en cuando tengo momentos de sumisión y
aceptación. Toda la primavera
puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo
nido terrero de la alondra
puede encerrar la dicha que ha de anunciar
los pies de muchas auroras
rosadas y rojas, y así también puede ser que
la belleza de vida que
aún quede para mí se contenga en un momento
de rendirse, rebajarse y
humillarse. Puedo, de cualquier manera,
limitarme a seguir las líneas de
mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha
pasado hacerme digno de
él.
Solía decirse de mí que era demasiado
individualista. He de ser mucho
más individualista que nunca. He de sacar
mucho más de dentro de mí
que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que
nunca. La verdad es
que mi ruina no brotó de una vida demasiado
individualista, sino demasiado
poco. La única acción afrentosa, imperdonable
y para siempre despreciable
de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a
la Sociedad en busca
de ayuda y protección contra tu padre.
Semejante apelación contra
cualquiera habría estado ya bastante mal
desde el punto de vista individualista,
pero ¿qué excusa podrá haber nunca para
haberla hecho contra
alguien de semejante naturaleza y aspecto?
Ni que decir tiene que, una vez que puse en
marcha las fuerzas de la
Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí,
diciendo: «Hasta ahora has vivido
desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes
les pides protección?
Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente
a lo que has pedido». El resultado
es que estoy en la cárcel. Y yo sentía
amargamente la ironía y la
ignominia de mi posición cuando en el curso
de mis tres juicios, empezando
por el del juzgado de guardia, veía a tu
padre entrar y salir con la
esperanza de atraer la atención pública, como
si alguien pudiera dejar de
observar o recordar el porte y vestimenta de
mozo de cuadra, las piernas
torcidas, las manos temblonas, el belfo
colgante, la sonrisa bestial e imbécil.
Incluso cuando no estaba, o no se le veía,
sentía yo su presencia, y
las espantosas paredes vacías del salón de
justicia, hasta el aire, me parecían
a veces cuajados de máscaras innumerables de
aquella cara simiesca.
Ciertamente no ha habido hombre que cayera de
una manera
tan innoble, y por obra de tan innobles
instrumentos, como yo. No sé en
qué parte de Dorian Gray digo que
«todo cuidado es poco en la elección
de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar
que por un paria iba a acabar
en paria yo mismo.
Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a
la Sociedad, es una de
las cosas que me hacen despreciarte tanto,
que me hacen despreciarme
tanto por haber cedido ante ti. El que no me
apreciaras como artista era
muy excusable. Era temperamental. No lo
podías remediar. Pero podías
haberme apreciado como Individualista. Para
eso no hacía falta ninguna
cultura. Pero no lo hiciste, y con eso
pusiste el elemento de filisteísmo en
una vida que había sido una protesta total
contra él, y desde algunos
puntos de vista una aniquilación total de él.
El elemento filisteo de la vida
no consiste en no entender el Arte. Hay gente
encantadora, pescadores,
pastores, labriegos, campesinos, personas así,
que no saben nada
del Arte y son la mismísima sal de la tierra.
El filisteo es el que sostiene y
secunda las fuerzas mecánicas, pesadas,
lerdas y ciegas de la Sociedad,
y que no reconoce la fuerza dinámica cuando
la ve en un hombre o en un
movimiento.
A la gente le pareció horrendo que yo hubiera
invitado a cenar a las cosas
malas de la vida, y encontrado placer en su
compañía. Pero eran,
desde el punto de vista con que yo, como
artista de la vida, las miraba,
enormemente sugestivas y estimulantes. Era
como comer con panteras.
En el peligro estaba la mitad de la emoción.
Yo sentía lo que debe sentir
el encantador de serpientes cuando incita a
la cobra a salir de la tela
pintada o el cesto de mimbre que la envuelve,
y le hace abrir la capucha
a una orden suya, y mecerse en el aire como
se mece reposadamente una
planta en el agua. Para mí eran serpientes
doradas y brillantes. Su veneno
era parte de su perfección. No sabía que
cuando me hirieran sería al
toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No
me siento nada avergonzado
de haberlas conocido. Eran intensamente
interesantes. De lo que sí
me avergüenzo es de la horrible atmósfera de
filisteísmo en que tú me
metiste. Yo era un artista para tratar con
Ariel. Tú me hiciste forcejear
con Calibán. En lugar de hacer cosas
hermosas, coloridas, musicales
como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado
a mandarle a tu padre largas cartas de
abogado y constreñido a
apelar a aquello mismo contra lo que siempre
protesté. Clibborn y Atkins
eran maravillosos en su guerra infame contra
la vida. Invitarlos era una
aventura increíble. Dumas pére, Cellini,
Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire
habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es
asqueroso es el recuerdo
de visitas interminables al abogado Humphreys
en tu compañía,
cuando a la luz siniestra y cegadora de un
cuarto pelado nos sentábamos
tú y yo muy serios a decirle mentiras serias
a un hombre calvo, hasta
que yo literalmente gemía y bostezaba de
hastío. Ahí fue
donde me encontré
al cabo de dos años de amistad contigo, en el
mismísimo centro de
Filistia, lejos de todo lo hermoso,
brillante, maravilloso, audaz. Al final
tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid
de la Respetabilidad en la
conducta, el Puritanismo en la vida, y la
Moralidad en el Arte. Voilá oú
mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!
»]
Y para mí lo curioso es que intentaras imitar
a tu padre en sus principales
características. No entiendo que fuera para
ti un modelo cuando
debería haber sido una advertencia, si no es
porque siempre que entre
dos personas hay odio, hay alguna clase de
unión o hermandad. Supongo
que, por alguna extraña ley de antipatía de
los símiles, os aborrecíais,
no porque en tantos puntos fuerais tan
diferentes, sino por ser en algunos
tan parecidos. En junio de 1893, cuando
saliste de Oxford sin título
y con deudas, en sí pequeñas pero
considerables para un hombre de la
renta de tu padre, él te escribió una carta
muy vulgar, violenta e insultante.
La carta con que tú le contestaste era peor
en todos los sentidos, y
naturalmente mucho menos excusable, y por
consiguiente te enorgulleció
mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con
tu aire más fatuo que
podías derrotar a tu padre «en su propio
terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya
terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te
burlabas de tu padre porque
se retirase de la casa de tu primo donde
vivía para escribirle cartas
puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo
mismo conmigo. Constantemente
almorzabas conmigo en un restaurante público,
te enfadabas o
hacías una escena durante el almuerzo, y
luego te retirabas al White's
Club a escribirme una carta de lo más sucio.
La única diferencia entre tu
padre y tú era que tú, después de despacharme
la carta por mensajero
especial, te presentabas en mi piso unas
horas más tarde, no para pedir
disculpas, sino para saber si había encargado
cena en el Savoy, y si no,
por qué no. A veces llegabas incluso antes de
que hubiera leído la carta
ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me
habías pedido que invitara
a almorzar en el Café Royal a dos de tus
amigos, a uno de los cuales no
le había visto en la vida. Así lo hice, y a
petición tuya encargué por adelantado
un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo
que se hizo llamar
al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca
de los vinos. En lugar
de ir al almuerzo me mandaste al Café una
carta insultante, calculada
para que me llegase cuando ya llevábamos
media hora esperándote.
Yo leí la primera línea, vi de qué se
trataba, y echándomela al bolsillo les
expliqué a tus amigos que estabas súbitamente
indispuesto, y que el
resto de la carta se refería a tus síntomas.
La verdad es que no la leí
hasta la hora de vestirme para cenar en Tite
Street aquella noche. Estaba
en el medio de su cenagal, preguntándome con
infinita tristeza cómo podías
escribir cartas que eran verdaderamente como
la baba y el espumarajo
en labios de un epiléptico, cuando entró mi
criado para decirme que
estabas en el vestíbulo y empeñado en verme
cinco minutos. Al punto
ordené que subieras. Llegaste, reconozco que
muy asustado y pálido, pidiéndome
consejo y auxilio, porque te habían dicho que
un enviado riel
abogado Lumley había estado preguntando por
ti en Cadogan Place, y
temías estar amenazado por el lío de Oxford o
algún peligro nuevo. Yo te
tranquilicé; te dije, como así resultó ser,
que probablemente no sería más
que la factura de alguna tienda, y te dejé
quedarte a cenar y pasar la velada
conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre
tu odiosa carta, ni yo
tampoco. La traté simplemente como un síntoma
desdichado de un temperamento
desdichado. Jamás se aludió al tema.
Escribirme una carta
asquerosa a las dos y media y correr a mí en
busca de ayuda y apoyo a
las siete y cuarto de la misma tarde era en
tu vida una cosa de lo más
natural. Bien aventajaste a tu padre en esos
hábitos, lo mismo que en
otros. Cuando las cartas repugnantes que él
te había escrito se leyeron
en vista pública, él lógicamente sintió
vergüenza y fingió que lloraba. Si
sus propios abogados hubieran leído las que
tú le enviaste, el horror y la
repugnancia de todos los presentes habrían
sido todavía mayores. Ni era
sólo que en el estilo «le derrotases en su
propio terreno», sino que en el
modo de ataque le dabas quince y raya. Te
valías del telegrama público y
de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que
esos modos de incordio se los
podías haber dejado a gente como Alfred Wood,
que tiene ahí su única
fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que
para él y los de su calaña era
una profesión fue para ti un placer, y bien
malo. Ni has abandonado
tampoco la horrible costumbre de escribir
cartas ofensivas después de
todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y
por ellas. Aún la cuentas entre
tus habilidades, y la ejercitas con mis
amigos, con quienes me han
tratado bien en la cárcel, como Robert
Sherard y otros. Debería darte
vergüenza. Cuando Robert Sherard supo por mí
que yo no quería que
publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin
cartas, deberías haberle estado agradecido
por averiguar mis deseos al
respecto, y evitar que sin querer me hicieras
todavía más daño del que ya
me habías hecho. Recuerda que una carta
paternalista y filistea sobre
«juego limpio» con «un hombre caído» está muy
bien para un periódico
inglés. Está en las viejas tradiciones del
periodismo inglés en lo que respecta
a su actitud hacia los artistas. Pero en
Francia ese tono nos habría
hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de
desprecio. Yo no habría podido
autorizar ningún artículo sin conocer su
objetivo, tono, planteamiento y
demás. En el arte las buenas intenciones no
tienen el menor valor. Todo
el arte malo ha nacido de buenas intenciones.
Ni es Robert Sherard el único de mis amigos
al que has dirigido cartas
amargas y virulentas porque quisieron
consultar mis deseos y pareceres
en asuntos que me concernían, la publicación
de artículos sobre mí, la
dedicatoria de tus versos, la entrega de mis
cartas y regalos, etcétera.
También a otros los has molestado o intentado
molestar.
¿Se te ocurre alguna vez pensar en qué
espantosa posición habría estado
si durante estos dos años, durante mi
espantosa condena, hubiera
dependido de ti como amigo? ¿Alguna vez lo
piensas? ¿Alguna vez sientes
gratitud hacia quienes con bondad sin tasa,
devoción sin límite, alegría y
gozo de dar, han aligerado mi negra carga, me
han visitado una y otra
vez, me han escrito cartas bellas y
solidarias, han gestionado mis asuntos
por mí, han organizado para mí mi vida
futura, han estado junto a mí
frente a la maledicencia, el sarcasmo, la
mofa descarada y hasta el insulto?
Doy gracias a Dios todos los días por haberme
dado otros amigos
que tú. Todo se lo debo a ellos. Hasta los
libros que hay en mi celda están
pagados por Robbie con el dinero de sus
gastos. De la misma fuente
saldrá mi ropa cuando me liberen. No me da
vergüenza aceptar lo que se
me da con amor y afecto. Me enorgullece. Pero
¿piensas tú alguna vez en
lo que han sido para mí amigos como More
Adey, Robbie, Robert Sherard,
Frank Harris y Arthur Clifton, en consuelo,
ayuda, cariño, solidaridad
y todas esas cosas? Me figuro que ni se te
habrá pasado por la cabeza.
Y sin embargo, si tuvieras algo de
imaginación, sabrías que no hay
una sola persona que me haya tratado bien en
mi vida de presidio, hasta
el vigilante que me da unos buenos días o
unas buenas noches que no
entran en sus obligaciones, hasta los
policías vulgares que a su manera
tosca y familiar pretendían confortarme en
mis idas y venidas al Tribunal
de Quiebras en condiciones de terrible
angustia mental, hasta el pobre
ladrón que, al reconocerme según hacíamos la
ronda en el patio de
Wandsworth, me susurró con esa ronca voz
carcelaria que da el silencio
largo y obligado: «Lo siento por usted: para la gente como usted es más
duro que para la gente como nosotros»; no hay una sola, digo, que no debiera
enorgullecerte que te dejara postrarte de rodillas
y limpiarle el barro
de los zapatos.
¿Tendrás la suficiente imaginación para ver
qué espantosa tragedia fue
para mí cruzarme con tu familia? ¿Qué
tragedia habría sido para cualquiera
que tuviera gran posición, gran nombre, algo
importante que perder?
Apenas hay una persona adulta en tu familia
-con la excepción de
Percy, que realmente es un buen hombre- que
no haya contribuido de algún
modo a mi ruina.
Te he hablado de tu madre con cierta
amargura, y te aconsejo encarecidamente
que le enseñes esta carta, por ti sobre todo.
Si le resultara
doloroso leer semejante acusación contra uno
de sus hijos, que recuerde
que mi madre, que intelectualmente está a la altura
de Elizabeth Barrett
Browning, e históricamente a la de Madame
Roland, murió deshecha de
pena porque el hijo de cuyo genio y arte
había estado tan orgullosa, y en
quien siempre había visto el digno
continuador de un apellido distinguido,
había sido condenado a dos años de trabajos forzados.
Me preguntarás
de qué manera contribuyó tu madre a mi
destrucción. Te lo voy a decir.
Así como tú te esforzaste en trasladarme
todas tus responsabilidades
inmorales, así tu madre se esforzó en
trasladarme todas sus responsabilidades
morales con respecto a ti. En vez de hablar
de tu vida directamente
contigo, como corresponde a una madre,
siempre me escribió en
privado con súplicas fervientes y temblorosas
de que no te dijera que me
escribía. Ya ves en qué posición me vi
colocado entre tu madre y tú: tan
falsa, tan absurda y tan trágica como la que
ocupé entre tú y tu padre.
En agosto de 1892, y el 8 de noviembre de ese
mismo año, tuve dos largas
entrevistas con tu madre acerca de ti. En
ambas ocasiones le pregunté
por qué no te hablaba a ti directamente En
ambas ocasiones me
respondió lo mismo: «Me da miedo: se pone furioso si se le dice algo». La
primera vez te conocía tan por encima que no
entendí lo que quería decir.
La segunda vez te conocía tan bien que lo
entendí perfectamente. (Durante
el intervalo habías tenido un ataque de
ictericia y el médico te había
mandado una semana a Bournemouth, y me habías
inducido a
acompañarte porque no te gustaba estar solo.)
Pero el primer deber de
una madre es no tener miedo de hablar
seriamente a su hijo. Si tu madre
te hubiera hablado seriamente de los
problemas en que te veía en julio
de 1892 y te hubiera hecho sincerarte con
ella, habría sido mucho mejor,
y al final habríais quedado los dos mucho más
contentos. Todas las comunicaciones
furtivas y secretas conmigo estuvieron mal.
¿De qué servía
que tu madre me mandase innumerables notitas,
con la palabra «Privado
» en el sobre, rogándome que no te invitara
tantas veces a comer, y que
no te diera dinero, y acabando siempre con la
ansiosa posdata: «Que por
nada del mundo sepa AYed que le he escrito»? ¿Qué se podía conseguir
con semejante correspondencia? ¿Esperaste tú
alguna vez a que se te invitase
a comer? Jamás. Hacías todas tus comidas
conmigo como si tal
cosa. Si yo protestaba, tú siempre tenías una
observación: «Si no como
contigo, ¿dónde voy a comer? No pretenderás que me vaya a comer a casa
». Frente a
eso no cabía respuesta. Y si yo me negaba en redondo a que
comieras conmigo, siempre me amenazabas con
hacer alguna tontería, y
siempre la hacías. ¿Qué posible resultado
podía seguirse de cartas como
las que me enviaba tu madre, sino el que
efectivamente se siguió, una
necia y fatal traslación de la
responsabilidad moral a mis hombros? De
los diversos pormenores en que la debilidad y
falta de coraje de tu madre
fueron tan ruinosas para ella, para ti y para
mí no quiero seguir hablando;
pero ¿no es verdad que, cuando supo que tu
padre iba a mi casa a
hacer una escena asquerosa y desatar un
escándalo público, pudo haber
visto que se avecinaba una crisis seria y
haber tomado algunas medidas
serias para tratar de evitarla? Pero lo único
que se le ocurrió fue mandar
al astuto George Wyndham, con su lengua
sutil, a proponerme ¿qué?
¡Que «te alejara poco a poco»!
¡Como si yo hubiera podido alejarte poco a
poco! Había intentado poner
fin a nuestra amistad de todas las formas
posibles, llegando incluso a
dejar Inglaterra y dar una dirección falsa en
el extranjero con la esperanza
de romper de un solo tajo un vínculo que me
era ya irritante, odioso y
ruinoso. ¿Tú crees que yo podía «alejarte
poco a poco»? ¿Crees que eso
habría satisfecho a tu padre? Sabes que no.
Porque lo que tu padre quería
no era la cesación de nuestra amistad, sino
un escándalo público.
Eso era lo que buscaba. Hacía años que no
salía su nombre en los periódicos.
Vio la oportunidad de aparecer ante el
público británico en un papel
totalmente nuevo, el de padre cariñoso. Su
sentido del humor se picó.
Si yo hubiera cortado mi amistad contigo se
habría llevado una desilusión
terrible, y la modesta notoriedad de un
segundo proceso de divorcio,
por repugnantes que fueran sus detalles y su
origen, le habría dado consuelo.
Porque lo que quería era popularidad, y posar
de defensor de la
pureza, como lo llaman, es, en el estado
actual del público británico, la
manera más segura de convertirse en figura
heroica del momento. De
este público he dicho yo en uno de mis dramas
que es Calibán durante
una mitad del año y Tartufo durante la otra,
y tu padre, en quien puede
decirse que ambos personajes se encarnaron,
estaba de ese modo llamado
a ser el representante idóneo del puritanismo
en su forma agresiva y
más característica. Ningún alejarte poco a
poco habría servido de nada,
suponiendo que hubiera sido factible. ¿No te
parece ahora que lo único
que debió hacer tu madre fue pedirme que
fuera a verla, y en presencia
de ti y de tu hermano decirme rotundamente
que la amistad debía cesar
desde ese punto y hora? Habría encontrado en
mí el más caluroso apoyo,
y estando Drumlanrig y yo en la habitación no
habría tenido por qué temer
hablarte. No lo hizo. Le daban miedo sus
responsabilidades, y quiso
trasladarlas a mí. Sí me escribió una carta.
Una carta breve, pidiéndome
que no enviara la carta de abogado a tu padre
advirtiéndole que debía
desistir. Tenía toda la razón. Era ridículo
que yo consultara abogados y
buscara su protección. Pero anulaba cualquier
efecto que su carta pudiera
haber producido con su posdata habitual: «Que por nada del mundo
sepa Alfred que le he escrito».
Te hechizaba la idea de que yo también, como
tú, le enviara cartas de
abogado a tu padre. Fue sugerencia tuya. Yo
no podía decirte que tu madre
era muy contraria a esa idea, porque tu madre
me había ligado con
las promesas más solemnes de no hablarte
nunca de las cartas que me
escribía, y yo tontamente cumplí lo que le
había prometido. ¿No ves que
hizo mal en no hablarte a ti directamente?
¿Que todas las entrevistas
conmigo en la escalera y la correspondencia
por la puerta de atrás estuvieron
mal? Nadie puede trasladar a otra persona sus
responsabilidades.
Siempre acaban volviendo a su legítimo dueño.
Tu única idea de la vida,
tu única filosofía, si alguna filosofía se te
puede atribuir, era que todo lo
que hicieras debía pagarlo otra persona: no
quiero decir únicamente en
el sentido financiero -eso no era más que la
aplicación práctica de tu filosofía
a la vida cotidiana-, sino en el sentido más
amplio y más pleno de la
responsabilidad transferida. Tú hiciste de
eso tu credo. Salió muy bien
mientras duró. Me obligaste a emprender la
acción porque sabías que tu
padre no atacaría tu vida ni te atacaría a ti
de ninguna manera, y que yo
defendería ambas cosas hasta el fin, y
tomaría sobre mis hombros todo
lo que se me echase. Tenías toda la razón. Tu
padre y yo, cada uno, claro
está, por distintos motivos, hicimos
exactamente lo que esperabas. Pero
no se sabe cómo, a pesar de todo, lo cierto
es que no te has librado. La
«teoría del niño Samuel», como podemos llamarla
en aras de la brevedad,
está muy bien por lo que hace al mundo en
general. Podrá encontrar
bastante desprecio en Londres, y algo de
sarcasmo en Oxford, pero sólo
porque en uno y otro lugar hay unas cuantas
personas que te conocen, y
porque en los dos has dejado huellas de tu
paso. Fuera de un pequeño
círculo de esas dos ciudades, el mundo te
mira como al buen muchacho
que casi se deja tentar al mal por el artista
perverso e inmoral, pero que
ha sido rescatado en el último momento por su
padre bueno y amoroso.
Queda muy bien. Pero tú sabes que no te has
librado. No me refiero a
una tonta pregunta hecha por un tonto jurado,
que fue naturalmente
tratada con desprecio por la Corona y por el
juez. Eso no le importaba a
nadie. Me refiero quizá principalmente a ti.
A tus propios ojos, y algún
día tendrás que pensar en tu conducta, no
estás, no puedes estar del todo
satisfecho de cómo han salido las cosas.
Secretamente debes pensar
en ti con bastante vergüenza. Una cara de
piedra es cosa excelente para
mostrar al mundo, pero de vez en cuando,
cuando estés solo y sin público,
tendrás, me figuro, que quitarte la máscara
aunque sólo sea para
respirar. Porque si no, realmente te
asfixiarías.
Y del mismo modo tu madre tendrá que lamentar
a veces haber intentado
trasladar sus graves responsabilidades a otra
persona, que ya tenía
bastante fardo que llevar. Ocupaba respecto a
ti la posición de ambos
padres. ¿Cumplió realmente los deberes de
alguno? Si yo aguantaba tu
mal carácter y tu grosería y tus escenas,
también ella podía haberlos
aguantado. La última vez que vi a mi mujer
-hace de eso catorce meses-,
le dije que iba a tener que ser padre y madre
para Cyril. Le describí la
manera de tratar contigo que tenía tu madre
con todos sus detalles, como
la he expuesto en esta carta, aunque
lógicamente con mucha más
extensión. Le conté la razón de las
incesantes notas con la palabra «Privado
» en el sobre que llegaban a Tite Street
procedentes de tu madre, tan
incesantes que mi mujer se reía y decía que
debíamos estar colaborando
en una novela de sociedad o algo por el
estilo. Le imploré que no sea para
Cyril lo que tu madre ha sido para ti. Le
dije que le educara de tal modo
que, si él derramara sangre inocente, fuera a
decírselo, para que ella
primero le lavara las manos, y después le
enseñara a limpiar el alma por
la penitencia o la expiación. Le dije que, si
le atemorizaba afrontar la responsabilidad
de la vida de otro, aunque fuera su propio
hijo, buscara un
custodio que la ayudase. Cosa que ha hecho, y
me alegro. Ha escogido a
Adrian Hope, un hombre de alta cuna y cultura
y excelente carácter,
primo suyo, a quien conociste una vez en Tite
Street, y con él Cyril y
Vyvyan tienen buenas posibilidades de un
futuro hermoso. Tu madre, si
le daba miedo hablar seriamente contigo,
debería haber elegido entre sus
parientes a alguien a quien hubieras
escuchado. Pero no debió tener
miedo. Debió hablarlo todo contigo y
afrontarlo. En cualquier caso, mira
el resultado. ¿Está satisfecha y contenta?
Sé que me echa a mí la culpa. Me lo dicen, no
personas que te conocen,
sino personas que ni te conocen ni tienen
ganas de conocerte. Me lo dicen
a menudo. Habla de la influencia de un hombre
mayor sobre otro
más joven, por ejemplo. Es una de sus
actitudes favoritas hacia la cuestión,
y siempre una llamada eficaz a los prejuicios
y la ignorancia populares.
No hace falta que yo te pregunte qué
influencia tuve sobre ti. Tú
sabes que ninguna. Era una de tus bravatas
frecuentes que no tenía
ninguna; y la única, de hecho, bien fundada.
¿Qué había en ti, si vamos
a ver, en lo que yo pudiera influir? ¿Tu
cerebro? Estaba subdesarrollado.
¿Tu imaginación? Estaba muerta. ¿Tu corazón?
Aún no había nacido. De
todas las personas que han cruzado mi vida,
fuiste la sola y única en la
que no pude de ninguna manera influir en
ninguna dirección. Cuando
estaba enfermo y desvalido por una fiebre que
había contraído cuidándote,
no tuve influencia bastante sobre ti para
inducirte a que me llevaras
siquiera una taza de leche que beber, ni que
te ocuparas de que tuviera
lo más indispensable en la habitación de un
enfermo, ni que te
molestaras en recorrer doscientas yardas en
coche para traerme un libro
de una librería pagado por mí. Cuando estaba
materialmente ocupado en
escribir, y dando a la pluma comedias que
habían de superar a Congreve
en brillantez, y a Dumas hijo en filosofía, y
supongo que a todos los demás
en todas las demás cualidades, no tuve
influencia bastante sobre ti
para que me dejaras tranquilo como hay que
dejar a un artista. Dondequiera
que estuviera mi cuarto de escribir, para ti
era un gabinete cualquiera,
un sitio donde fumar y beber vino con agua de
Seltz, y hablar de
memeces. La «influencia de un hombre mayor
sobre un hombre más joven
» es una excelente teoría hasta que llega a
mis oídos. Entonces pasa a
ser grotesca. Cuando llegue a los tuyos,
supongo que sonreirás... para
tus adentros. Ciertamente estás en tu derecho
de hacerlo. También oigo
muchas cosas de lo que tu madre dice del
dinero. Declara, y con total
justicia, que fue incansable en sus súplicas
de que no te diera dinero. Lo
reconozco. Sus cartas fueron innumerables, y
la posdata «Por favor que
no sepa Alfred que le he escrito» aparece en todas. Pero para mí no era
ningún placer tener que pagarte absolutamente
todo, desde el afeitado
por la mañana hasta el taxi por la noche. Era
un horror. Me quejaba
ante ti una y otra vez. Solía decirte -lo
recuerdas, ¿verdad?- que detestaba
que me considerases una persona «útil», que
ningún artista desea que
le consideren ni le traten así; porque los
artistas, como el arte mismo,
son por su naturaleza esencialmente inútiles.
Tú te irritabas mucho
cuando te lo decía. La verdad siempre te
irritaba. La verdad, en efecto, es
una cosa muy dolorosa de escuchar y muy
dolorosa de pronunciar. Pero
no por eso cambiabas de ideas ni de modo de
vida. Todos los días tenía
yo que pagar todas y cada una de las cosas
que hacías en el día. Sólo
una persona de bondad absurda o de necedad
indescriptible lo habría
hecho. Desdichadamente yo era una combinación
completa de ambas.
Cada vez que te sugería que tu madre debía
pasarte el dinero que necesitabas,
siempre tenías una respuesta muy bonita y
airosa. Decías que la
renta que le dejaba tu padre -unas 1.500
libras al año, creo-- era totalmente
insuficiente para los gastos de una señora de
su posición, y que
no podías ir a pedirle más dinero del que ya
te daba. Tenías toda la razón
en lo de que su renta fuera absolutamente
inadecuada para una señora
de su posición y de sus gustos, pero eso no
era excusa para que tú vivieras
con lujo a mi costa; al contrario, debía
haberte servido de indicación
para vivir con economía. El hecho es que
eras, y supongo que lo seguirás
siendo, el sentimentalista típico. Por que
sentimentalista es sencillamente
el que quiere darse el lujo de una emoción
sin pagarla. La intención
de respetar el bolsillo de tu madre era
hermosa. La de hacerlo a
costa mía era fea. Tú crees que se pueden
tener emociones gratis. No se
puede. Hasta las emociones más nobles y más
abnegadas hay que pagarlas.
Cosa extraña, por eso son nobles. La vida
intelectual y emocional
de la gente vulgar es una cosa muy
despreciable. Así como toman prestadas
las ideas de una especie de biblioteca
circulante del pensamiento -
el Zeitgeist de una época que no tiene alma- y las
devuelven manchadas
al final de la semana, así intentan siempre
obtener las emociones a crédito,
y se niegan a pagar la factura cuando llega.
Tú deberías salir de esa
concepción de la vida. En cuanto tengas que
pagar por una emoción sabrás
su calidad, y habrás ganado con ese
conocimiento. Y recuerda que
el sentimentalista siempre es un cínico en el
fondo. La realidad es que el
sentimentalismo no es sino un cinismo en
vacaciones. Y por muy delicioso
que sea el cinismo desde su lado intelectual,
ahora que ha cambiado
el Tonel por el Club, nunca podrá ser más que
la filosofía perfecta para el
hombre que no tenga alma. Tiene su valor
social, y para un artista todos
los modos de expresión son interesantes, pero
en sí mismo es poca cosa,
porque al cínico auténtico nada se le revela.
Creo que si ahora vuelves la vista a tu
actitud hacia la renta de tu madre,
y tu actitud hacia mi renta, no te sentirás
orgulloso; y acaso puedas
algún día, si no le enseñas esta carta,
explicarle a tu madre que en lo de
vivir a costa mía no se consultaron mis
deseos en ningún momento. No
fue más que una forma peculiar, y para mí
personalmente desagradabilísima,
que adoptó tu devoción a mí. Hacerte
dependiente de mí lo mismo
para las sumas más pequeñas que para las más
grandes te prestaba a
tus ojos todo el encanto de la niñez, y al
insistir en que yo pagara hasta
el último de tus placeres creías haber
encontrado el secreto de la eterna
juventud. Confieso que me duele oír lo que tu
madre va diciendo de mí, y
estoy seguro de que si reflexionas convendrás
conmigo en que, si no tiene
ni una palabra de pesar ni de pena por la
ruina que tu linaje ha atraído
sobre el mío, haría mejor en estarse callada.
Por supuesto que no hay
motivo para que vea ninguna parte de esta carta
referente a ninguna
evolución mental que yo haya pasado, o a
ningún punto de partida que
espere alcanzar. No tendría interés para
ella. Pero las partes que se refieren
estrictamente a tu vida, yo que tú se las
enseñaría.
Yo que tú, de hecho, no querría ser amado
sobre falsas apariencias. No
hay ninguna razón para que un hombre muestre
su vida al mundo. El
mundo no entiende las cosas. Pero con las
personas cuyo afecto se desea
es diferente. Un gran amigo mío -que hace ya
diez años que lo es- vino a
verme hace algún tiempo y me dijo que no
creía una sola palabra de lo
que se decía contra mí, y quería que yo
supiese que él me consideraba
totalmente inocente, y víctima de una trama
inmunda urdida por tu padre.
Yo al oírle me eché a llorar, y le dije que,
aunque hubiera muchas
cosas entre las acusaciones concretas de tu
padre que eran totalmente
falsas y se me habían cargado por una
malignidad repugnante, de todos
modos mi vida había estado llena de placeres
perversos y pasiones extrañas,
y que a menos que aceptara ese hecho como tal
hecho y lo comprendiera
hasta el fondo, yo no podría de ningún modo
seguir siendo
amigo suyo, ni estar siquiera en su compañía.
Fue para él un choque terrible,
pero somos amigos, y yo no he conseguido su
amistad sobre falsas
apariencias. Te he dicho que decir la verdad
es doloroso. Verse obligado a
contar mentiras es mucho peor.
Recuerdo que estaba sentado en el banquillo
durante mi último juicio,
escuchando la denuncia atroz que hacía de mí
Lockwood -como una cosa
sacada de Tácito, como un pasaje de Dante,
como una de las invectivas
de Savonarola contra los papas de Roma-, y
asqueado y horrorizado ante
lo que oía. Y de pronto se me ocurrió pensar:
«¡Qué espléndido sería que
fuera yo el que estuviera diciendo todo eso sobre mí!». Entonces vi en seguida
que lo que se diga de un hombre no es nada.
Lo que importa es
quién lo diga. El momento más alto de un
hombre, no me cabe ninguna
duda, es cuando se arrodilla en el polvo y se
golpea el pecho y cuenta todos
los pecados de su vida. Así contigo. Serías
mucho más feliz si tu madre
supiera por lo menos un poco de tu vida dicho
por ti. Yo le conté
bastante en diciembre de 1893, pero claro
está que con las obligadas reticencias
y generalidades. Al parecer no le dio más coraje
en sus relaciones
contigo. Al revés. Puso más empeño que nunca
en no mirar a la verdad.
Si tú mismo se lo dijeras sería distinto.
Puede ser que muchas de
mis palabras te resulten demasiado amargas.
Pero los hechos no los
puedes negar. Las cosas fueron como he dicho
que fueron, y si has leído
esta carta con la atención con que debes
leerla te habrás encontrado cara
a cara contigo mismo.
Te he escrito todo esto, muy por extenso,
para que comprendas lo que
fuiste para mí antes de mi encarcelamiento,
durante aquellos tres años
de amistad funesta; lo que has sido para mí
durante mi encarcelamiento,
ya casi a dos lunas de completarse; y lo que
yo espero ser para mí y para
los demás cuando mi encarcelamiento haya
acabado. No puedo reconstruir
mi carta ni rescribirla. Tendrás que tomarla
como está, en muchos
sitios emborronada con lágrimas, en algunos
con señales de pasión o de
dolor, y desentrañarla como puedas, con sus
borrones y sus correcciones.
En cuanto a las correcciones y enmiendas, las
he hecho para que
mis palabras sean expresión absoluta de mis
pensamientos, y no pequen
ni de exceso ni de deficiencia. El lenguaje
requiere afinación, como un
violín: y lo mismo que demasiadas vibraciones
o demasiado pocas en la
voz del cantante o en el temblor de la cuerda
falsean la nota, así demasiadas
palabras o demasiado pocas estropean el
mensaje. Tal cual es, en
cualquier caso, mi carta tiene su concreto
significado detrás de cada frase.
No hay ninguna retórica en ella. Allí donde
lleva borradura o sustitución,
ligera o complicada, es porque busco dar mi
impresión real, encontrar
para mi talante su equivalencia exacta. Lo
que es primero en el sentimiento
es lo que siempre llega lo último en la
forma.
Reconozco que es una carta severa. No te he
ahorrado nada. Podrías
decirme que, después de reconocer que pesarte
con el más pequeño de
mis dolores, la más mezquina de mis pérdidas,
sería realmente injusto
hacia ti, eso ha sido lo que he hecho, un
pesaje meticuloso, escrúpulo a
escrúpulo, de tu carácter. Es verdad. Pero
recuerda que tú mismo te pusiste
en la balanza.
Recuerda que, si puesto frente a un solo
instante de mi encarcelamiento
el platillo donde tú estás sube hasta el
fiel, la Vanidad te hizo escoger
el platillo, y la Vanidad te hizo aferrarte a
él. Ahí estuvo el
gran
error psicológico de nuestra amistad, su
absoluta falta de proporción. Te
metiste a la fuerza en una vida que te venía
grande, cuya órbita rebasaba
tu capacidad de visión no menos que tu
capacidad de movimiento cíclico,
cuyos pensamientos, pasiones y acciones eran
intensos en valor, anchos
en interés, y estaban cargados, demasiado
cargados verdaderamente, de
consecuencias prodigiosas o tremendas. Tu
pequeña vida de pequeños
caprichos y humores era admirable en su
pequeña esfera. Era admirable
en Oxford, donde lo peor que te podía pasar
era una reprimenda del decano
o un sermón del presidente, y donde la
emoción más alta era que
Magdalena ganase la regata, y encender una
hoguera en el patio como
celebración del augusto evento. Debería haber
continuado en su esfera
cuando saliste de Oxford. Tú personalmente
estabas muy bien. Eras un
ejemplar muy completo de un tipo muy moderno.
Únicamente con respecto
a mí estuviste mal. Tu derroche desaforado no
era un delito. La juventud
siempre es manirrota. Lo lamentable era que
me obligaras a mí a
pagar tus derroches. Tu deseo de tener un
amigo con quien pasar tu
tiempo desde por la mañana hasta por la noche
era encantador. Era casi
idílico. Pero deberías haberte pegado a un
amigo que no fuera un hombre
de letras, un artista para quien tu presencia
continua fuera tan completamente
destructiva de toda obra hermosa como
efectivamente paralizante
de la facultad creadora. No había nada de
malo en que considerases
seriamente que la manera más perfecta de
pasar una velada era una
comida con champán en el Savoy, luego un
palco en un music-hall, y
una cena con champán en Willis's como bonne-bouche para
acabar. Jóvenes
deliciosos de la misma opinión los hay en
Londres a montones. No
es ni siquiera una excentricidad. Es la
condición para ser socio de White's.
Pero no tenías ningún derecho a exigir que yo
fuera el proveedor de
esos placeres para ti. Ahí mostrabas tu nula
apreciación real de mi genio.
Tu pelea con tu padre, se interprete como se
interprete, también es obvio
que debería haber quedado enteramente entre
vosotros dos. Debería haber
sido en el patio de atrás. Creo que es ahí
donde se suelen hacer. Tu
error fue insistir en representarla como una
tragicomedia sobre un estrado
de la Historia, con el mundo entero como
auditorio, y yo como
premio para el vencedor de la despreciable
contienda. El que tu padre te
aborreciera y tú aborrecieras a tu padre no
le interesaba nada al público
inglés. Esos sentimientos son muy corrientes
en la vida doméstica inglesa,
y no deberían salir del lugar que
caracterizan: el hogar. Lejos del círculo
hogareño no pintan nada. Traducirlos es una
tropelía. La vida familiar
no es una bandera roja para flamearla por las
calles, ni un clarín para
hacerlo sonar por los tejados. Tú sacaste la
Domesticidad de su esfera,
como a ti mismo te habías sacado de tu
esfera.
Y los que se salen de su esfera cambian sólo
de entorno, no de naturaleza.
No adquieren los pensamientos ni las pasiones
propias de la esfera
a la que pasan. No está en su mano hacerlo.
Las fuerzas emocionales,
como digo en alguna parte de Intenciones, son tan
limitadas en extensión
y duración como las fuerzas de la energía
física. La copita que está hecha
para contener una cantidad contiene esa cantidad
y no más, aunque todas
las tinas purpúreas de Borgoña estén de vino
hasta el borde y la uva
recogida en los viñedos pedregosos de España
les llegue a los pisadores
hasta la rodilla. No hay error más común que
el de pensar que quienes
son causa u ocasión de grandes tragedias
comparten un sentir adecuado
a lo trágico; no hay error más fatal que
esperarlo de ellos. El mártir, en
su «camisa de fuego», podrá estar
contemplando la faz de Dios, pero para
el que apila la leña, o abre los troncos para
que ardan mejor, toda esa
escena no es más que el sacrificio de un buey
para el matarife, o la tala
de un árbol para el carbonero del bosque, o
la caída de una flor para el
que siega la hierba con la guadaña. Las
grandes pasiones son para los
grandes de alma, y los grandes hechos sólo
los ven los que están a una
altura con ellos.
Yo no conozco nada en todo el Teatro más
incomparable desde el punto
de vista del Arte, ni más sugestivo por su
sutileza de observación, que el
retrato que hace Shakespeare de Rosencrantz y
Guildenstern. Son los
amigos de colegio de Hamlet. Han sido sus
compañeros. Traen consigo
recuerdos de días agradables que pasaron
juntos. En el momento en que
se cruzan con él en la obra, él vacila bajo
el peso de una carga intolerable
para un hombre de su temperamento. Los
muertos han salido armados
del sepulcro para imponerle una misión que es
a la vez demasiado grande
y demasiado ruin para él. Él es un soñador, y
se le ordena que actúe.
Tiene naturaleza de poeta y se le pide que se
las vea con las complejidades
comunes de causa y efecto, con la vida en su
materialización práctica,
de la que no sabe nada, no con la vida en su
esencia ideal, de la que
tanto sabe. No tiene idea de qué hacer, y su
desvarío es fingir desvarío.
Bruto se sirvió de la locura como manto para
ocultar la espada de su resolución,
la daga de su voluntad, pero para Hamlet la
locura es una mera
máscara con que ocultar la debilidad. En
hacer gestos y chistes ve
una ocasión de demorarse. Juega con la acción
como juega un artista
con una teoría. Se hace espía de sus propias
acciones, y escuchando sus
propias palabras sabe que no son sino
«palabras, palabras, palabras». En
lugar de héroe de su propia historia,
pretende ser espectador de su propia
tragedia. Descree de todo y de sí, pero su
duda no le ayuda, porque
no nace de escepticismo, sino de una voluntad
dividida.
De todo esto Guildenstern y Rosencrantz no
entienden nada. Cabecean,
sonríen, y lo que dice el uno lo repite el
otro con iteración más penosa.
Cuando por fin, a través del drama dentro del
drama y el juego de los títeres,
Hamlet «atrapa la conciencia» del Rey y
desaloja de su trono al miserable
aterrado, Guildenstern y Rosencrantz no ven
en esa conducta
más que una lamentable infracción del
protocolo cortesano. Es lo más
lejos que pueden llegar en «la contemplación
del espectáculo de la vida
con emociones apropiadas». Están junto al
secreto de Hamlet y no saben
nada de él. Ni serviría de nada contárselo. Son
las copitas que pueden
contener tanto y no más. Ya al final se
insinúa que, atrapados en una
astuta trampa tendida para otros, encuentran
o pueden encontrar una
muerte violenta y repentina. Pero un final
trágico de esa clase, aunque
tocado por el humor de Hamlet con algo de la
sorpresa y la justicia de la
comedia, realmente no es para gente como
ellos. Ellos no mueren nunca.
Horacio, que, para «justificar a Hamlet y su
causa ante los insatisfechos»,
«se aparta por un tiempo de la dicha y en
este duro mundo sigue alentando
con dolor», muere, aunque sin público, y no
deja hermanos. Pero
Guildenstern y Rosencrantz son tan inmortales
como Angelo y Tartufo, y
su lugar está con ellos. Son lo que la vida
moderna ha aportado al ideal
antiguo de la amistad. El que escriba un
nuevo De amicitia tendrá
que
encontrarles un nicho y elogiarlos en prosa
tusculana. Son tipos fijados
para siempre. Censurarlos demostraría falta
de apreciación. Únicamente
están fuera de su esfera: eso es todo. La
sublimidad de alma no se contagia.
Los altos pensamientos, las altas emociones
están aislados por su
propia existencia. Lo que ni siquiera Ofelia
podía entender no iban a
comprenderlo «Guildenstern y el gentil
Rosencrantz», «Rosencrantz y el
gentil Guildenstern». Por supuesto que no pretendo
compararte. Hay una
amplia diferencia entre vosotros. Lo que en
ellos era azar, en ti fue elección.
Deliberadamente y sin que yo te invitara te
metiste en mi esfera,
usurpaste allí un sitio para el que no tenías
ni derecho ni cualidades, y
cuando mediante una persistencia singular,
haciendo de tu presencia
parte de todos y cada uno de los días,
conseguiste absorber mi vida entera,
no supiste hacer nada mejor con esa vida que
romperla en pedazos.
Por extraño que pueda parecerte, era lo natural.
Si se le da a un niño un
juguete demasiado prodigioso para su pequeña
mente, o demasiado bello
para sus ojos semiabiertos, lo rompe, si es
obstinado; si es distraído lo
deja caer y se va con sus compañeros. Así
pasó contigo. Una vez que te
apropiaste de mi vida, no supiste qué hacer
con ella. No podías saberlo.
Era una cosa demasiado maravillosa para estar
en tus manos. Deberías
haberla dejado caer y haber vuelto al juego
de tus compañeros. Pero por
desdicha eras obstinado, y la rompiste. Quizá
en eso, al final, esté el secreto
último de todo lo que ha ocurrido. Porque los
secretos siempre son
más pequeños que sus manifestaciones. Por el
desplazamiento de un
átomo puede estremecerse un mundo. Y para no
ahorrarme nada a mí,
ya que nada te ahorro a ti, añadiré esto: que
mi encuentro contigo era
peligroso para mí, pero lo que lo hizo
funesto fue el particular momento
en que nos encontramos. Porque tú estabas en
esa etapa de la vida en
que todo lo que se hace no es más que sembrar
la semilla, y yo estaba en
esa etapa de la vida en la que todo lo que se
hace es nada menos que recoger
la cosecha.
Hay algunas cosas mas de las que tengo que
escribirte. La primera es
mi quiebra. Supe hace algunos días, reconozco
que con gran decepción,
que ya es demasiado tarde para que tu familia
reembolse a tu padre, que
eso sería ilegal, y que yo habré de
permanecer en mi dolorosa situación
presente durante un tiempo aún considerable.
Para mí es amargo porque
me aseguran de fuentes jurídicas que no puedo
ni publicar un libro sin
permiso del Receptor, a quien hay que
presentar todas las cuentas. No
puedo firmar un contrato con el empresario de
un teatro, ni poner en escena
una obra, sin que los ingresos pasen a tu
padre y a mis otros tres o
cuatro acreedores. Creo que incluso tú
reconocerás ahora que el plan de
«hacerle una buena» a tu padre permitiéndole
hacerme a mí insolvente
no ha sido realmente el éxito brillante y
redondo que tú te prometías. Al
menos no lo ha sido para mí, y habría que
haber consultado con mis
sentimientos de dolor y humillación ante mi
indigencia más que con tu
cáustico e inesperado sentido del humor. La
realidad de los hechos es
que al permitir mi quiebra, como al empujarme
al primer proceso, le hacías
el juego a tu padre, y hacías exactamente lo
que él quería. Solo, desasistido,
él habría sido impotente desde el primer
momento. En ti -
aunque tú no pretendieras llenar tan horrible
puesto- ha encontrado
siempre su mejor aliado.
Me dice More Adey en su carta que el verano
pasado expresaste realmente
en más de una ocasión tu deseo de devolverme
«un poco de lo que
gasté» en ti. Como yo le dije en mi
contestación, por desdicha yo gasté en
ti mi arte, mi vida, mi nombre, mi lugar en
la historia, y si tu familia tuviera
todas las cosas maravillosas del mundo a su
disposición, o lo que el
mundo juzga maravilloso, genio, belleza,
riqueza, posición, etcétera, y todas
las pusiera a mis pies, con eso no se me
devolvería ni una décima
parte de las cosas más pequeñas que se me han
arrebatado, ni una sola
de las lágrimas más pequeñas que he vertido.
Pero claro está que todo lo
que se hace hay que pagarlo. Eso es así hasta
para el insolvente. Tú pareces
tener la impresión de que la quiebra es para
un hombre una manera
cómoda de esquivar el pago de sus deudas, de
«hacérsela» a los acreedores,
en realidad. Pues es justamente lo contrario.
Es el sistema por el
que los acreedores de un hombre «se la hacen»
a él, si hemos de seguir
con tu frase favorita, y por el que la Ley,
mediante la confiscación de todas
sus propiedades, le obliga a pagar todas y
cada una de sus deudas, y
si así no lo hace le deja tan indigente como
el más vulgar pordiosero que
se acoja a un soportal o se arrastre por un
camino con la mano tendida
por esa limosna que, al menos en Inglaterra,
le da miedo pedir. La Ley
me ha quitado no ya todo lo que tenía, mis
libros, muebles, cuadros, mis
derechos de autor sobre mis obras publicadas,
mis derechos de autor
sobre mis obras de teatro, realmente todo
desde El príncipe feliz y El
abanico de lady Windermere hasta las alfombras de mi escalera y el
limpiabarros
de mi puerta, sino también todo lo que pueda
tener en el futuro.
Mi renta sobre los bienes dotales, por
ejemplo, se vendió. Afortunadamente
pude comprarla a través de mis amigos. De no
haber sido así,
en caso de fallecimiento de mi mujer, mis dos
hijos serían mientras yo
viviera tan indigentes como yo. Mi parte en
las tierras de Irlanda, que mi
propio padre me legó, será, me figuro, lo
siguiente. Me da una gran
amargura que se venda, pero habré de pasar
por ello.
Están por medio los setecientos peniques de
tu padre -¿o eran libras?-,
y hay que reembolsarlos. Aun despojado de
todo lo que tengo, y de todo
lo que pueda tener, y declarado insolvente
total, todavía tengo que pagar
mis deudas. Las comidas en el Savoy: la sopa
de tortuga, los orondos
hortolanos envueltos en arrugadas hojas de
parra siciliana, el recio
champán de color ambarino, casi de aroma
ambarino -Dagonet de 1880
era tu vino favorito, ¿verdad?-, todo eso hay
que pagarlo todavía. Las cenas
en Willis's, la cuvée especial
de Perrier Jouet que siempre nos reservaban,
los pátés maravillosos traídos directamente de
Estrasburgo, el
prodigioso fine champagne servido siempre en el fondo
de grandes copas
acampanadas para que su bouquet fuera
mejor saboreado por los auténticos
epicuros de lo realmente exquisito de la
vida, eso no puede quedar
sin pagar, como las deudas incobrables de un client trapacero.
Hasta los
delicados gemelos -cuatro piedras de luna,
bruma de plata, en forma de
corazón, montadas en cerco de rubíes y
brillantes alternados- que yo diseñé
y encargué en Henry Lewis como regalito
especial para ti, para celebrar
el éxito de mi segunda comedia, hasta eso,
aunque creo que los
vendiste por cuatro perras pocos meses
después, hay que pagarlo. No le
voy a dejar al joyero sin fondos por los
regalos que te hice, independientemente
de lo que tú hicieras con ellos. Así que,
aunque me declaren insolvente,
ya ves que aún tengo que pagar mis deudas.
Y lo que pasa con un insolvente pasa en la
vida con todos los demás.
Por cada pequeña cosa que se hace, alguien
tiene que pagar. Tú mismo
incluso -con todo tu deseo de libertad
absoluta de todas las obligaciones,
tu insistencia en que de todo te provean
otros, tus intentos de rechazar
todo compromiso de afecto, o de
consideración, o de gratitud-, tú mismo
tendrás un día que reflexionar seriamente
sobre lo que has hecho, y tratar,
aunque sea en vano, de expiarlo de algún
modo. El hecho de que
realmente no puedas hacerlo será parte de tu
castigo. No puedes lavarte
las manos de toda responsabilidad, y pasar
con un gesto de hombros o
una sonrisa a un nuevo amigo o un banquete
recién servido. No puedes
tratar todo lo que has atraído sobre mí como
una reminiscencia sentimental.
que sacar de cuando en cuando con los
cigarrillos y los licores,
fondo pintoresco para una vida moderna de
placer, como un tapiz antiguo
colgado en una posada vulgar. De momento
podrá tener el encanto
de una salsa nueva o una cosecha reciente,
pero los restos de un festín
se enrancian, y las heces de una botella son
amargas. Hoy, o mañana, o
cuando sea, tienes que comprenderlo. Porque
si no podrías morirte sin
haberlo comprendido, y entonces ¡qué vida tan
ruin, famélica, falta de
imaginación habrías tenido! En mi carta a
More he sugerido un punto de
vista que debes adoptar respecto al tema lo
antes posible. Él te dirá lo
que es. Para entenderlo tendrás que cultivar
tu imaginación. Recuerda
que la imaginación es esa cualidad que nos
permite ver las cosas y las
personas en sus relaciones reales e ideales.
Si no eres capaz de comprenderlo
solo, háblalo con otros. Yo he tenido que
mirar mi pasado de
frente. Mira tu pasado de frente. Siéntate
tranquilamente a estudiarlo. El
vicio supremo es la superficialidad. Todo lo
que se comprende está bien.
Háblalo con tu hermano. De hecho la persona
con quien hablarlo es Percy.
Dale a leer esta carta, y cuéntale todas las
circunstancias de nuestra
amistad. Exponiéndoselo todo con claridad, no
hay persona de mejor juicio.
Si le hubiéramos dicho la verdad, ¡cuánto
sufrimiento y vergüenza se
me habría ahorrado! Recordarás que lo
propuse, la noche que llegaste a
Londres de Argel. Te negaste de plano. Por
eso cuando vino a casa después
de comer tuvimos que montar la comedia de que
tu padre era un
demente, víctima de espejismos absurdos e
inexplicables. La comedia fue
excelente mientras duró, y no menos porque
Percy se la tomara totalmente
en serio. Por desgracia acabó de una manera
muy repulsiva. El
tema sobre el que ahora escribo es uno de sus
resultados, y si a ti te
molesta, te ruego que no olvides que es la
más profunda de mis humillaciones,
y que he de pasar por ella. No tengo
alternativa. Ni tú tampoco.
Lo segundo de lo que tengo que hablarte se
refiere a las condiciones,
circunstancias y lugar de nuestro encuentro
cuando mi plazo de reclusión
se haya cumplido. Por extractos de la carta
que le escribiste a
Robbie a comienzos del verano del año pasado,
entiendo que has sellado
en dos paquetes mis cartas y mis regalos -o
lo que quede de unas y
otros- y deseas entregármelos personalmente.
Es necesario, por supuesto,
que los entregues. Tú no entendiste por qué
te escribía cartas hermosas,
como no entendías por qué te hacía regalos
hermosos. No te diste
cuenta de que lo primero no era para
publicado, como lo segundo no era
para empeñado. Además, pertenecen a un lado
de la vida que hace tiempo
que pasó, a una amistad que, por la razón que
fuese, tú no supiste
apreciar en su valor debido. Te asombrarás
cuando vuelvas la vista ahora
a aquellos días en que tenías mi vida entera
en tus manos. Yo también
los miro con asombro, y con otras emociones
bien distintas.
Seré liberado, si todo va bien, a finales de
mayo, y espero irme inmediatamente
con Robbie y More Adey a algún pueblecito
costero de otro
país. El mar, como dice Eurípides en uno de
sus dramas sobre lfigenia,
lava las manchas y las heridas del mundo.
Θάλασσα χλνΐει πάντα
τ’ανθώπων xaxá.
Espero estar por lo menos un mes con mis
amigos, y poder tener, en su
sana y cariñosa compañía, paz y equilibrio,
un corazón menos agitado y
un estado de ánimo más risueño. Siento un
anhelo extraño de las grandes
cosas simples y primigenias, como el Mar,
para mí no menos madre
que la Tierra. Me parece que todos miramos a
la Naturaleza demasiado y
vivimos con ella demasiado poco. Yo encuentro
una gran cordura en la
actitud de los griegos. Ellos nunca charlaban
de puestas de sol, ni discutían
si en la hierba las sombras eran realmente
violáceas o no. Pero
veían que el mar era para el nadador, y la
arena para los pies del corredor.
Amaban los árboles por la sombra que dan, y
el bosque por su silencio
al mediodía. El viñador se ceñía el pelo de
hiedra para resguardarse
de los rayos del sol según se encorvaba sobre
los brotes tiernos, y para el
artista y el atleta, los dos tipos que Grecia
nos ha dado, se tejían en
guirnaldas las hojas del laurel amargo y del
perejil silvestre, que por lo
demás no rendían ningún servicio al hombre.
Decimos que somos una era utilitaria, y no
conocemos la utilidad de
nada. Hemos olvidado que el Agua limpia y el
Fuego purifica, y que la
Tierra es madre de todos nosotros. La
consecuencia es que nuestro Arte
es de la Luna y juega con sombras, mientras
que el arte griego es del Sol
y trata directamente con las cosas. Yo tengo
la seguridad de que en las
fuerzas elementales hay purificación, y
quiero volver a ellas y vivir en su
presencia. Claro está que para alguien tan
moderno como yo soy, enfant
de mon siécle, el mero
hecho de contemplar el mundo siempre será hermoso.
Tiemblo de placer cuando pienso que el mismo
día en que salga de
la cárcel estarán floreciendo en los jardines
el codeso y las lilas, y que veré
al viento agitar en inquieta belleza el oro
cimbreño de lo uno, y a las
otras sacudir la púrpura pálida de sus
penachos de modo que todo el aire
será Arabia para mí. Linneo cayó de hinojos y
lloró de alegría cuando
vio por primera vez el largo páramo de las
tierras altas inglesas teñido de
amarillo por los capullos aromáticos del
tojo, y yo sé que para mí, para
quien las flores forman parte del deseo, hay
lágrimas esperando en los
pétalos de alguna rosa. Siempre me ha
ocurrido, desde mi niñez. No hay
un solo color oculto en el cáliz de una flor,
o en la curva de una concha,
al que mi naturaleza no responda, en virtud
de alguna sutil simpatía con
el alma de las cosas. Como Gautier, siempre
he sido de aquellos pour qui
le monde visible existe.
Aun así, ahora soy consciente de que detrás
de toda esa Belleza, por
satisfactoria que sea, se esconde un Espíritu
del cual las formas y figuras
pintadas no son sino modos de manifestación,
y con ese Espíritu deseo
ponerme en armonía. Me he cansado de las
declaraciones articuladas de
hombres y cosas. Lo Místico en el Arte, lo
Místico en la Vida, lo Místico
en la Naturaleza: eso es lo que busco, y en
las grandes sinfonías de la
Música, en la iniciación del Dolor, en las
profundidades del Mar quizá lo
encuentre. Me es absolutamente necesario
encontrarlo en alguna parte.
En todos los juicios se enjuicia la propia
vida, como todas las sentencias
son sentencias de muerte; y a mí me han
juzgado tres veces. La primera
vez salí de la tribuna para ser detenido, la
segunda para ser devuelto
a la prisión preventiva, la tercera para ser
encarcelado por dos
años. La Sociedad, tal como la hemos
constituido, no tendrá sitio para
mí, no tiene ninguno que ofrecer; pero la
Naturaleza, cuyas dulces lluvias
caen por igual sobre justos e injustos,
tendrá tajos en las peñas donde yo
pueda esconderme, y valles secretos en cuyo
silencio pueda llorar tranquilo.
Prenderá estrellas en la noche para que pueda
caminar por la oscuridad
sin tropezar, y mandará el viento sobre mis
huellas para que nadie
pueda seguirme en mi perjuicio; me limpiará
en vastas aguas, y con
hierbas amargas me sanará.
Al cabo de un mes, cuando las rosas de junio
estén en toda su desbordada
opulencia, concertaré contigo por conducto de
Robbie, si me siento
capaz, un encuentro en alguna ciudad
extranjera tranquila como Brujas,
cuyas casas grises y verdes canales y calles
frescas y silenciosas, tenían
un encanto para mí, hace años. De momento
tendrás que cambiar de
nombre. El titulillo del que tanto te
ufanabas y es verdad que hacías que
tu nombre sonara a nombre de flor- lo tendrás
que abandonar, si quieres
verme, así como también mi nombre, que en
tiempos fuera tan musical
en la boca de la Fama, habrá de ser
abandonado por mí. ¡Qué estrecho, y
ruin, e insuficiente para sus cargas es este
siglo nuestro! Puede dar al
Éxito su palacio de pórfido, pero para morada
del Dolor y la Vergüenza
no conserva siquiera una choza: lo único que
puede hacer por mí es ordenarme
que cambie mi nombre por otro, cuando incluso
el medievalismo
me habría dado cubrirme con la capucha del
monje o el velo del leproso
y estar en paz.
Espero que nuestro encuentro sea como debería
ser un encuentro entre
tú y yo, después de todo lo ocurrido. En los
viejos tiempos hubo siempre
un ancho abismo entre nosotros, el abismo del
Arte conseguido y la cultura
adquirida; ahora hay entre nosotros un abismo
todavía mayor, el
abismo del Dolor; pero para la Humildad nada
es imposible, y para el
Amor todo es fácil.
En cuanto a la carta con que respondas a
ésta, puede ser todo lo larga
o corta que tú quieras. Dirige el sobre al
Director de la Prisión de Reading.
Dentro, en otro sobre abierto, pon tu carta
para mí: si el papel es
muy fino no escribas por los dos lados,
porque así a otros les cuesta trabajo
leer. Yo te he escrito con total libertad. Tú
me puedes escribir igual.
Lo que he de saber de ti es por qué no has
hecho ningún intento de escribirme,
desde el mes de agosto del año antepasado, y
más particularmente
después de que, en mayo del año pasado, hace
ahora once meses,
supieras, y reconocieras ante otros que sabías,
cuánto me habías hecho
sufrir, y cómo yo era consciente. Un mes tras
otro esperé noticias tuyas.
Aunque no hubiera estado esperando, aunque te
hubiera cerrado la
puerta, deberías haber recordado que nadie
puede cerrar las puertas al
Amor para siempre. El juez injusto del
Evangelio acaba por levantarse
para dar una decisión justa porque la
justicia llama todos los días a su
puerta; y de noche el amigo en cuyo corazón
no hay amistad de verdad
cede al cabo ante su amigo «por su
importunidad». No hay cárcel en el
mundo que el Amor no pueda asaltar. Si eso no
lo has entendido, es que
no has entendido nada del Amor. También
quiero que me cuentes todo
lo relativo a tu artículo sobre mí para el
Mercure de France. Algo sé
de
él. Dame citas literales. Está compuesto en
letras de molde. Dame también
las palabras exactas de la dedicatoria de tus
poemas. Si están en
prosa, cita la prosa; si en verso, cita el
verso. No me cabe duda de que
será hermosa. Escríbeme con toda franqueza
sobre ti; sobre tu vida; tus
amigos; tus ocupaciones; tus libros. Háblame
de tu libro y su acogida. Lo
que tengas que decir en tu descargo, dilo sin
miedo. No escribas lo que
no sientes: eso es todo. Si en tu carta hay
algo de falso o fingido, lo detectaré
en seguida por el tono. No por nada, ni en
vano, en mi culto de
toda la vida a la literatura me he hecho
Miser of sound and syllable, no less
Than Midas of his coinage.
[Avaro de sonidos y de dabas, / como Midas de
sus monedas.]
Recuerda también que aún estoy por conocerte.
Quizá estemos aún por
conocernos.
Acerca de ti no me queda más que una última
cosa que decir. No te dé
miedo el pasado. Si te dicen que es
irrevocable, no lo creas. El pasado, el
presente y el futuro no son sino un momento a
la vista de Dios, a cuya
vista debemos tratar de vivir. El tiempo y el
espacio, la sucesión y la extensión,
son meras condiciones accidentales del
Pensamiento. La Imaginación
puede trascenderlos, y moverse en una esfera
libre de existencias
ideales. Las cosas, además, son en su esencia
lo que queremos que sean.
Una cosa es según el modo en que se la mire.
«Allí donde otros», dice
Blake, «no ven más que la Aurora que despunta
sobre el monte, yo veo a
los hijos de Dios clamando de alegría». Lo que
para el mundo y para mí
mismo parecía mi futuro, yo lo perdí
irremisiblemente cuando me dejé
incitar a querellarme contra tu padre; me
atrevo a decir que lo había
perdido, en realidad, mucho antes. Lo que
tengo ante mí es mi pasado.
He de conseguir mirarlo con otros ojos, hacer
que el mundo lo mire con
otros ojos, hacer que Dios lo mire con otros
ojos. Eso no lo puedo conseguir
soslayándolo, ni menospreciándolo, ni
alabándolo, ni negándolo.
Únicamente se puede hacer aceptándolo
plenamente como una parte
inevitable de la evolución de mi vida y mi
carácter: inclinando la cabeza a
todo lo que he sufrido. Cuán lejos estoy de
la verdadera templanza de
ánimo, esta carta con sus humores inciertos y
cambiantes, su sarcasmo
y su amargura, sus aspiraciones y su incapacidad
de realizar esas aspiraciones,
te lo mostrará muy claramente. Pero no
olvides en qué terrible
escuela estoy haciendo los deberes. Y aun
siendo como soy incompleto e
imperfecto, aun así quizá tengas todavía
mucho que ganar de mí. Viniste
a mí para aprender el Placer de la Vida y el
Placer del Arte. Acaso se me
haya escogido para enseñarte algo que es
mucho más maravilloso, el significado
del Dolor y su belleza. Tu amigo que te
quiere,
Oscar Wilde
plas, plas, plas
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